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doble filo y volverse contra el Estado al provocar la reduc-
ción del consumo y, por tanto, más paro. Lo ideal sería ata-
car el problema en su raíz, es decir, realizando los cambios
económicos necesarios para crear empleo y que la economía
sea más competitiva. También sería positivo repartir el tra-
bajo existente entre todos, porque así, en lugar de existir
millones de parados ociosos y desesperados, tendríamos
una sociedad de pleno empleo en la que todos participarían
en el crecimiento económico y no depender de él.
En definitiva, podría decirse que el origen de la crisis
económica en occidente está en una política subvencionaste
que se ha llevado a cabo en los países que han desarrollado
unos modelos democráticos falsos cuya línea de acción se
ha caracterizado, desde principios del siglo XX, por una
política de si alguien protesta se le da dinero público, si al-
guien hace huelga se le da dinero público, con el único fin
de asegurarse el voto, aunque esos costes al final los paguen
los ciudadanos. El estado no puede dejarse someter por las
huelgas salvajes, debe establecer unas reglas del juego que
garanticen por ley el cumplimiento de los servicios esen-
ciales. Un ejemplo de ello son aquellos países en que, por
mucho que incrementen sus presupuestos de sanidad, el
dinero acaba invirtiéndose en los sueldos de los médicos y
no en los tratamientos, por no ser capaces de establecer
unas leyes que regulen de manera justa el derecho de huelga
y que eviten el chantaje de este y otros colectivos.
Pero lo más paradójico de la crisis económica es que, si
bien el detonante de la misma fue la especulación bancaria,
fue a los partidos de izquierdas a los que más obligó a re-
plantearse sus ideas, pues, ante todo, puso en evidencia lo
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