muñeca, el tiempo pasa, silencioso. Será que llevo un Casio
digital y no tiene tictac. ¿Será que me vuelvo a ir? A veces no
sé qué ha sucedido en todo el día.
Trabajo en un supermercado de manera automática. Me
dicen qué hacer y cómo. Es fácil despistarse, desinhibirse,
acostumbrarse a no estar allí estando.
Eso me recuerda a una película sobre un escritor que
trabajaba haciendo tarjetas de felicitación. ¿Cuál era su
nombre? No lo recuerdo, como tantas otras cosas.
Mientras paso de buscar en la punta de la lengua y me tiro
de las cuerdas vocales, termina mi jornada. Es hora de volver
a casa y no he sido consciente de que el día se iba acabando.
El camino de vuelta transcurre sin darme cuenta. Con
el metro en hora punta, no hay más que hacer: encuentro
mi sitio, me coloco bien y desconecto hasta que tengo que
bajar. Durante una hora, soy un maniquí. Tengo la paciencia
necesaria porque siempre voy somnolienta.
Al llegar a casa, estoy en ese momento en el que mi cerebro
funciona peor. Me llevo las manos a la cabeza y aprieto las
sienes, pero no sale nada. Me siento delante de un cuaderno
y escribo lo que creo que he hecho ese día para no olvidarlo.
A veces me quedo dormida, otras el miedo que siento por la
falta de memoria me ayuda a que terminar de relatarlo. No
recuerdo el ayer ni sé qué haré mañana. Solo escribo, hablo
y pienso en presente.
Me echo un café y me siento a tomarlo. Estoy muy cansada,
pero una vez, no sé cuándo, dormí mucho y no sirvió de nada.
Seguía teniendo sueño y no me sacié. Noté un agujero dentro
y no sabía de qué se trataba.
Una vez decidí no hacer nada durante todo el día y sentarme
en la ventana a recordar. Lo tuve casi al alcance todo el rato.
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