Vivo muy cerca del supermercado, así que voy andando
a casa por la avenida principal. Hay poca gente en la calle
debido al calor, aunque ya anochece. Pocas veces puedo
caminar tranquilamente por el barrio céntrico de la ciudad.
Lo disfruto, incluso me atrevo a entrar en el mercado.
Hay un ruido metálico y una luz fluorescente que me
permite mirar a la cara a cada una de las personas. Unas más
delgadas, otras más arrugadas. Todas se ven grises bajo los
focos que les pronuncian las ojeras. Las bolsas que llevan en
las manos les encorvan la espalda.
De repente, me invade la sensación de soledad que
siempre intento evitar y tengo que sentarme. Estoy solo
entre la gente que camina despacio. Me veo dentro de una
espiral de caminantes lentos hacia todas las direcciones y
no puedo salir. El murmullo entra en mí sin alimentar mi
espíritu.
Todos a mi alrededor van pensando en sus cosas y ni se dan
cuenta de que no me encuentro bien. Me pasan andando por
encima mientras a mí me falta aire. Me hacen un favor, ya que,
si les dijera lo que me pasa, le quitarían importancia. Y eso sí
que me dejaría peor.
Me levanto y sigo caminando en círculos sobre lo mismo.
La rutina. No saber qué estoy esperando me estresa. Si por la
mañana hablo tan decidido como hace un momento, por la
noche le temo a todo. Cambio radicalmente en cuanto se va la
luz del día. Ya no soy risueño ni positivo. Además, se me van
las ganas de hacer nada. De alguna forma, eso me aterroriza y
me deja sin fuerzas.
Por esto, odio la noche. Prefiero no hacer otra cosa que
dormir cuando llega la oscuridad. Es en otoño cuando lo paso
peor, los días son más cortos y la noche cae mientras todavía
estoy volviendo a casa. Siento que el día se ha esfumado y que
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