EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 43

experimentado algo así con Matilda. Aquella joven estaba siempre seria, mantenía los ojos cerrados y solo de vez en cuando le rozaba la espalda con los dedos. Era como si se durmiese en el mismo instante en que él experimentaba el orgasmo. Se llamaba Benikkolua y jamás la oy ó llorar. Casi siempre estaba cantando, mientras le limpiaba la habitación, mientras sacudía su ropa y ordenaba sus papeles sobre la mesa que Andersson le había proporcionado. Bengler quería que ella le enseñase su lengua; en especial aquellos extraños chasquidos. Él le iba señalando distintos objetos y ella le decía cómo se llamaban. Bengler iba anotando las palabras y ella se reía cuando él intentaba imitarla. Cada noche, Bengler se deslizaba en ella mientras se preguntaba quién era él en realidad. Para Benikkolua. ¿Estaría cometiendo un abuso o quizás ella se encontraba allí por voluntad propia? ¿Le pagaría Andersson sin que él lo supiera? Intentó preguntarle, pero Andersson le repetía que la joven estaba allí por decisión propia. La vida amorosa de Andersson parecía muy complicada. Tenía una mujer en Ciudad del Cabo que le había dado tres hijos; otra familia en Zanzíbar, así como varias mujeres que, con irregular frecuencia, acudían cruzando el desierto para pasar una o dos noches con él. Todas aquellas mujeres eran, claro está, negras. En una ocasión, mientras cenaban, Andersson empezó a hablar de pronto sobre la hija de un pastor de Vänersborg de la que había estado enamorado cuando era muy joven, pero en medio del relato guardó silencio de la misma forma inopinada en que lo comenzó. Al día siguiente se perdió por el desierto para cazar elefantes. Pasaron nueve meses. Entonces encontró por fin un insecto. Un escarabajo insignificante al que no pudo identificar. Puesto que sus antenas eran demasiado cortas, tal vez poco desarrolladas, al principio ni siquiera estaba convencido de que fuese un escarabajo; sin embargo, cuando lo guardó en el frasco y cerró la tapa, y a sí que estaba seguro. Lo había conseguido. Es decir, debería regresar a Suecia y anotar el descubrimiento en los registros científicos. La idea lo llenó de inquietud. ¿Cómo iba a ser capaz de volver? Y, sobre todo, ¿a qué? Había encontrado aquel escarabajo en una expedición que lo mantuvo lejos de Ny a Vänersborg durante dos semanas. Cuando volvió, no encontró a Andersson en la tienda. Había llegado una carga de sal. Pero en cuanto cruzó la puerta, descubrió algo más. En el suelo había algo