EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 34
detuvieron en seco. Amos, que era el que guiaba al primer buey, dio unos
latigazos al aire, pero los animales se negaron a moverse. Ni siquiera después de
darle tres o cuatro azotes al buey se inmutaron los otros dos. Era como si se
hubiesen topado con un muro invisible o como si se hallasen ante un precipicio.
Notó que la inesperada conducta de los buey es ponía nerviosos a los hombres. E
ignoraba cuál era el modo más apropiado de intervenir. No existía la menor
lógica en lo que sucedía, nada que se interpusiera en el camino de los buey es.
Aun así, no había modo de que se movieran. Se descolgó el rifle del hombro y se
acercó a los buey es. Los animales seguían impasibles y Bengler percibió cierta
inquietud en sus grandes ojos somnolientos. Pero no había nada ante ellos, ni una
serpiente, ni un agujero. La arena estaba lisa. Unas piedras que sobresalían, solo
eso. Llamó a Amos y abrió los brazos como preguntando por qué no se movían
los animales. Amos negó con un gesto, pues no sabía explicarlo. Notaba cómo le
corría el sudor por todo el cuerpo. No el provocado por el ardiente sol, sino otro,
fruto de su creciente inseguridad. Era su responsabilidad que los buey es
reanudasen la marcha. Dio una vuelta más alrededor de los animales y del carro,
como si estuviese inspeccionando las ruedas, mientras se esforzaba por dar con
una solución. Pero no había solución, pues desconocía cuál era el problema. Los
buey es se detuvieron por razones que él no podía identificar. Por pura casualidad
encontró la solución al enigma. Se apartó unos pasos, justo delante del primer
buey, y le dio una patada a una de las piedras que sobresalían de la arena.
Entonces descubrió un trozo de madera de color oscuro. Apartó la arena con el
pie y advirtió con asombro que lo que estaba desenterrando era un arco. Llamó a
los boy eros y les señaló el extremo. Los hombres entablaron una repentina y
acelerada conversación, al principio en tono muy serio, después cada vez más
tranquilos hasta que al final rompieron a reír. Amos y uno de los dos hombres a
los que él llamaba Consonantes se arrodillaron y empezaron a apartar la arena.
No tardaron en desenterrar el arco, una aljaba, varias flechas, tiras de piel
trenzadas y, por fin, el esqueleto. Entonces comprendió que se habían topado con
un enterramiento. Wackman le contó la noche del burdel que los hombres de la
sabana enterraban a sus muertos en cualquier sitio y que no volvían al lugar hasta
que se olvidaban de dónde estaban enterrados exactamente. Los buey es se
detuvieron porque tenían una tumba a sus pies. Y si no la hubiesen descubierto,
los buey es se habrían quedado allí hasta morir.
Era la tumba de una mujer. Pese a que solo se había conservado
parcialmente, vio que pertenecía a una mujer, pues era capaz de distinguir la
pelvis femenina de la masculina. Tenía los dientes muy sanos. Y las suturas de la
bóveda ósea indicaban que había muerto joven. De repente, sintió un deseo
irrefrenable de explicarles todo aquello a los cuatro boy eros, pero no sabía en
qué lengua hacerlo. Cavaron una tumba a unos cincuenta metros de allí,