EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 32

convicción de que su padre había muerto aquella noche. Cuando la sirvienta fue a buscarlo, lo halló sentado en la silla de su cenador, con las mandíbulas en reposo y el corazón inmóvil. Bengler no sentía pena, ni dolor ni añoranza, aunque sí una impaciencia difícil de controlar. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que le confirmasen que era cierto? ¿Que su padre había muerto aquella noche y había dejado de molestar con sus mandíbulas? Después de dos semanas en el desierto atrapó su primer insecto. Fue Amos quien lo encontró. Un escarabajo muy pequeño, de caparazón verdiazul, que se movía lento por la arena. Logró identificarlo en uno de los diccionarios enciclopédicos británicos de entomología que llevaba consigo. Ley ó con asombro que los hombres de la sabana fabricaban un veneno letal con la secreción de aquel escarabajo. Lo guardó en uno de sus frascos, lo llenó de alcohol y lo etiquetó. Poco a poco empezó a convertir el carro en un museo. No obstante, el viaje era aún lo más importante. Decidió que la base de su expedición sería la estación de comercio situada en algún lugar, más adelante. Desde allí organizaría la caza de avestruces y podría planificar de un modo totalmente distinto su búsqueda del insecto desconocido. Allí habría gente con la que podría hablar. Imaginaba que allí encontraría todo aquello que hacía posible la vida. Un libro de salmos, un viejo órgano, libros de cuentas y comidas regulares. Vagamente, también confiaba en que hubiese una mujer esperándolo, alguien que, como Matilda, lo visitara una vez a la semana, se le subiese encima y con quien poder tomarse una copa de Oporto. Fue una de las últimas cosas que compró en Ciudad del Cabo antes de despedirse de Wackman: dos botellas de vino de Oporto. Pero los malditos mapas no eran correctos. O quizá la arena siempre en el aire constituía un paisaje imposible de plasmar sobre el papel. En vano buscó en el horizonte la montaña ahuecada que, según el mapa, debía recortarse a lo lejos. No la halló por ninguna parte. Se peguntaba si no habría en la arena alguna interferencia secreta que convirtiese su brújula en un instrumento poco fiable. A veces se desorientaba al alba, tenía la impresión de que el sol se alzaba sobre el horizonte en un lugar al este que el día anterior no se encontraba allí. Puesto que no tenía con quién hablar, empezó a hacerlo en voz alta consigo mismo, y para que los boy eros no crey esen que estaba perdiendo el juicio camuflaba de rituales religiosos las conversaciones consigo mismo. Cruzaba las manos, se arrodillaba de vez en cuando, mientras razonaba en voz alta por qué demonios la cadena montañosa no estaba donde debía estar. Por qué ni el paisaje ni los mapas eran los que tenían que ser. Durante aquellos falsos ritos, los boy eros se mantenían siempre algo apartados. Alguna vez aprovechaba para recriminarlos por su pereza, porque no se lavaban, mientras él seguía de rodillas con las manos entrelazadas.