EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 187
ocupado por los pájaros negros cay ó derribado por el viento. Las aves
empezaron a graznar con estruendo mientras Daniel las observaba. A veces era
como si pintasen señales en el cielo. Él intentaba descifrarlas, pero no lo
conseguía.
Edvin bajó del tejado para orinar. Cuando se abrochó la bragueta, se acercó a
Daniel.
—Alma dice que no te da miedo la tormenta.
—No, no me da miedo.
Edvin lo acarició tímidamente en la mejilla, justo dónde lo había abofeteado.
—No volveré a tocarte —le dijo—. Jamás volverá a ocurrir. Aunque Hallén
me lo ordene.
Después, volvió a subir la escalera. Mientras lo miraba, Daniel decidió que sí,
que Edvin le había dicho la verdad. Si volvía a levantar la mano contra él, sabría
detener el brazo.
Daniel echó a correr hacia la colina. Corría con los brazos abiertos, de modo
que el abrigo se extendía como una vela a su espalda. Kiko le había dicho en
muchas ocasiones que el hombre no podía volar. Pero Daniel siempre tuvo la
sensación de que no lo decía totalmente convencido. Se quitó los zapatos y trató
de alzar el vuelo. Pero los pies seguían chocando contra el suelo.
Cuando llegó a la cima, se llevó una decepción. Sanna no se encontraba allí.
Miró en dirección a la casa dónde vivía, pero el camino estaba desierto. Se
preguntó si el hombre que se la llevó a rastras del pelo la habría amarrado, igual
que Padre solía hacer con él. Y decidió que si no acudía a la colina al día
siguiente, iría a buscarla.
Regresó corriendo a la casa y se sentó en la cocina ante la enciclopedia.
Empezó a leer las letras en voz alta. Ni Kiko ni Be aprendieron nunca a leer.
Solían dibujar en la arena con una ramita, pero nunca letras, sino señales, caras,
caminos. Daniel apartó el libro y se colocó de rodillas en el banco de madera que
había ante la ventana. El cristal estaba empañado y, con un dedo, intentó dibujar
el rostro de Be, pero no se le parecía. Echó el aliento para borrarlo y lo intentó
con el de Kiko, pero tampoco el suy o le salió bien.
Luego trató de reproducir el antílope. Se imaginó que su dedo era el palillo de
madera que Kiko solía utilizar, pero el vaho y el vidrio no eran piedra. Se
enfureció. Y tuvo que contenerse para no hundir el puño en el cristal.
Al día siguiente, la tormenta había pasado por completo. La paja no se movía
en el tejado. Poco después de las siete de la mañana, Daniel fue a la iglesia. La
puerta de la sacristía estaba cerrada, así que llamó. Hallén respondió y Daniel
abrió, entró y se inclinó levemente. Hallén estaba sentado en una silla, en el
centro de la habitación, y le hizo seña a Daniel de que se acercase.
—Primero mataste un cerdo con un zueco —comenzó Hallén—. Ya me lo