EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 18

de la marina era una sotana. Y aunque supo contarle a su pasajero un sinfín de curiosidades acerca del continente africano, nunca había estado en el desierto. Mientras el Pasajero le confiaba sus proy ectos, el capitán lo miraba con expresión ausente, casi triste. Bengler nunca le contó toda la verdad, nunca le habló de la mariposa o la mosca que esperaba descubrir y bautizar con su nombre, sino de los insectos, de cómo pensaba catalogarlos, clasificarlos, identificarlos, ese ejercicio de ordenación necesario para que un ser humano pudiese llevar una vida decente. La conversación sobre el desierto, ese abismo de arena, apesadumbró a Robertson. —Uno ni siquiera puede ahogarse en la arena —observó el capitán. —Yo creo que sí, que podemos sumergirnos en la arena —respondió el Pasajero. Robertson lo observó largo rato, antes de intervenir otra vez. —Nadie ha visto nunca a un dios surgir de un grano de arena. Sin embargo, en ciertas épocas, el Diablo sí que escupió de su boca arena en llamas. El Pasajero no volvió a hablarle de la arena, pero consiguió que Robertson le hablase de los hombres negros, de los de muy baja estatura y de los otros, los que eran muy altos; de las mujeres que se embadurnaban el cabello con abono, de las salvajes danzas que no eran sino imágenes de juegos eróticos. Y el Pasajero lo escuchaba. Cada noche, salvo las que pasaron en el golfo de Vizcay a porque había tormenta, iba anotando lo que le decía el capitán. Después de haberle ay udado a limpiarse un oído en el que tenía una grave infección, su relación se hizo más estrecha. Robertson le enseñó a utilizar el sextante como un favor especial, o como si lo hubiese iniciado en uno de los sacramentos. La sensación de llevar la nave en su interior, en lugar de ser transportado sobre su cubierta, era cada vez más intensa. Cada mañana izaba sus propias velas interiores, según la fuerza y la dirección del viento. Por las noches, o cuando amenazaba tormenta, seguía el trajín de la tripulación en los mástiles y adoptaba en su interior las mismas medidas. El 22 de junio, a la puesta de sol, el vigía gritó que avistaban tierra. Robertson ordenó fondear con ancla de codera durante la noche. En el camarote de la tripulación reinaba una extraña calma, como si ninguno de los marineros osara confiar en que habían logrado sobrevivir a una travesía más hasta el lejano continente negro. En voz baja, como si estuviesen haciéndose confidencias, empezaron a planear los días que pasarían en tierra. Él escuchaba atento a los susurros que cruzaban el camarote, que eran como los de una misa en la que se repetían dos ideas una y otra vez. « Mujeres y cerveza» , « mujeres y cerveza» . Solo eso. La última noche que pasó en la goleta intentó ensamblar sus pensamientos con todo lo que había dejado tras de sí; pero ni siquiera fue capaz