EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 179

la vuelta despacio e intentó percibir el retumbar de tambores. En algún lugar le pareció oír rugir a alguna fiera o la risa de alguien, pero cuando se acercaba al lugar del que procedían los sonidos, estos se desplazaban a otro lugar. Estaba a punto de volver cuando se detuvo en seco. En el camino, justo a sus pies, había una serpiente congelada. Era de color marrón y tenía un dibujo en el lomo. Al principio crey ó que estaba muerta. Retrocedió unos pasos sin perderla de vista. El reptil no se movía. Al cabo de un rato, Daniel comprendió que hacía tanto frío, que no podía arrastrarse. Había salido demasiado pronto a la superficie de la tierra. Quizás había soñado con el sol y, al despertar, no logró volver a su letargo. Padre le habló de las serpientes en una ocasión. En aquel país no había ninguna serpiente en verdad peligrosa. Existía una que era venenosa pero, por lo general, nadie moría de su picadura. Por su descripción, Daniel supo que aquella era una de esas serpientes. Se movía levemente, pero no agitaba la cola ni era capaz de enroscarse. La golpeó con una vara, pero el animal seguía sin moverse. Pensó en la visita que no tardaría en hacer a la iglesia. Y en un segundo tomó una decisión. Volvió corriendo a través de la bruma y fue a buscar una cubeta de madera que nadie utilizaba. Cuando volvió al camino, la serpiente aún seguía allí. Se agachó con mucho cuidado y la agarró de la cabeza. La levantó, pero solo se balanceó un poco. Daniel se estremeció de frío y la dejó caer en la cubeta. Luego se apresuró a volver y, una vez en el cobertizo, la dejó detrás de unas palas que el mozo utilizaba para amontonar el estiércol. Tapó la cubeta a conciencia para que la serpiente no pudiese salir si el calor del cobertizo la despabilaba. Entró en la casa y se sentó junto al fuego. Alma lo miró. —No andarás descalzo, ¿verdad? Daniel negó en silencio. Edvin se estiró sentado en el taburete, junto a los fogones. —Aprendes rápido. Bien, y a es hora de irse. Daniel se levantó de un salto y fue corriendo al cobertizo. La serpiente seguía rígida. La envolvió en un retazo de saco roto y se la guardó en el abrigo. La niebla seguía igual de densa cuando llegaron a la iglesia. Daniel agarraba bien a la serpiente en el bolsillo. Seguía inmóvil. Buscó a Sanna con la mirada, hasta que la divisó. Estaba detrás del hombre que le tiró del pelo. Cuando Daniel la miró, ella bajó la vista. Tenía un gran moretón en una mejilla. Daniel sintió un deseo enorme de acercarse al hombre y meterle la serpiente por la camisa. Tal vez el animal no tuviese fuerzas para morder e iny ectarle su veneno, pero al menos el hombre se llevaría un susto y comprendería que había alguien dispuesto a defender a Sanna. Cuando empezaron a tañer las campanas, Daniel intentó acercarse a la niña, pero ella se retiró y negó con un movimiento apenas