EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 174
—Tengo que ir a casa.
—Pero no puedes ir andando por el mar como si fuese un camino. Te hundes
y te ahogas. Y sales a la superficie con los ojos llenos de anguilas.
Daniel notó que Sanna empezaba a ponerse nerviosa. La niña miró en torno
suy o, dio una patada en el barro y empezó a escupir a su alrededor. Asimismo,
pensó que ella era una extraña que también venía de muy lejos, aunque no fuese
negra. No se parecía a ninguna de las personas a las que había conocido con
Padre. Tal vez ella fuese, como él, camino de algún lugar, aunque no supiese que
sí era posible caminar sobre las aguas.
De repente, Sanna se levantó la falda. No llevaba nada debajo. Un vello
negro crecía abundante entre sus piernas. Y volvió a bajarse la falda.
—Ahora te toca a ti —declaró.
Daniel se puso de pie y se bajó los pantalones. Como hacía frío, se le había
encogido el pene. Y se tiró un poco de él.
—¡Eso no se hace! —gritó Sanna—. No puedes tocarte a ti mismo. Se te
caerá. Y si lo hago y o, se me abrirá una herida enorme.
Daniel volvió a subirse los pantalones. Sanna lo miraba fijamente. Hasta que
de pronto se dio la vuelta y echó a correr. Daniel corrió tras ella. Sanna se detuvo,
alcanzó una piedra y se la arrojó.
—No puedes venir detrás de mí —le gritó—. Me pegarán.
La piedra le dio en la mejilla y le hizo un arañazo que empezó a sangrar.
Sanna había tomado otra piedra más grande.
—Mira que te la tiro, ¿eh? —le dijo a gritos—. No me sigas.
Luego se dio la vuelta y continuó corriendo. Daniel se quedó mirándola. No
sabía qué le había pasado. Si hubiese sido Padre quien le hubiese arrojado la
piedra, se habría asustado. Pero con ella no fue así. Sanna no estaba enfadada
con él, sino con otra persona.
El día siguiente trajo un fuerte viento que azotaba los campos. Aquella noche
había soñado con los buey es que los llevaron a él y a Padre por el desierto hasta
la ciudad dónde aguardaba el primer barco. En su ensoñación, los animales
estaban enterrados en la arena y solo se veían sus cabezas. Mugían de miedo,
hasta que la arena terminó por engullirles la cabeza también. Él los contemplaba,
le habría gustado ay udarles, apartar la arena con las manos, pero sus manos
habían desaparecido; sus brazos eran como ramas secas colgando de los
hombros.
La ensoñación lo arrancó del sueño. Al principio no supo dónde se
encontraba. Después oy ó apacible la respiración de las sirvientas y al mozo que
murmuraba y ventoseaba en sueños. Se quedó inmóvil en la oscuridad intentando
comprender qué mensaje habían querido transmitirle los buey es enterrados en la
arena. Sin saber explicar por qué, supo que Be se encontraba detrás de aquel