EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 164
intentaban ver en su interior, adivinar sus pensamientos. Tenía que construirse una
coraza que sus miradas no pudiesen atravesar.
Lo más importante era que se comportase con amabilidad y que obedeciese.
Aunque odiaba los zapatos que lo obligaban a llevar, intentaría no mostrar su
repulsión. Se los quitaría exclusivamente cuando estuviera solo, para caminar
descalzo sobre la tierra, cada vez más fría. Haría lo que le mandasen. Cuando
Alma y Edvin le pidiesen ay uda, haría más de lo que le pedían.
Pero aquella mañana fracasó en su propósito. Al despertar y ver aquella
blancura, no pudo controlarse. Ahora tenía que poner especial cuidado en que
Alma y Edvin no descubriesen su secreto.
Alma dejó de darle friegas en los pies. Tenía los dientes estropeados, pero a él
le gustaba su sonrisa.
—¿Has entrado en calor?
Daniel asintió.
—Entonces, ve a vestirte y a jugar un rato.
Daniel salió. La capa blanca del suelo estaba llena de pisadas. Se quedó de pie
en el patio, contemplando el vaho que salía de su boca cada vez que respiraba. En
cuanto las muchachas terminasen de ordeñar las vacas entraría en el cobertizo.
Allí no hacía frío. Él habría preferido dormir allí, con los animales, arropado en
sus montones de paja.
Uno de los cerdos jóvenes se salió de la pocilga y andaba olisqueando el
hielo. A Daniel no le gustaban los cerdos, pero no sabía por qué. Le gustaba su
olor, pero lo atemorizaban sus ojos. Lo miraban como si quisieran causarle daño.
Pensó que, seguramente, habrían sido antes personas que murieron y que ahora
volvían para vivir otra vida. Sin embargo, se decía que debían de haber sido
malas personas, puesto que no se habían convertido en caballos o en vacas.
Miró al cerdo, que iba olfateando la tierra cada vez más cerca de él, y
entonces él se hizo a un lado. Pero el cerdo lo seguía. De repente empezó a
transformarse. Ya empezaba a adquirir un rostro humano, un rostro que Daniel
había visto con anterioridad. Echó a correr para alejarse del cerdo, pero el
animal seguía tras él. Lanzó un grito. Kiko le había enseñado a emitir sonidos
estridentes capaces de ahuy entar a los depredadores. Además, sabía que no
había que mirar a los ojos a un depredador, pues eso los incitaba a atacar. Kiko le
había enseñado que a cada animal le correspondía un trato distinto. Si una
serpiente alzaba la cabeza preparada para escupir su veneno, uno debía
permanecer inmóvil y contener la respiración.
Pero Kiko jamás había visto un cerdo. El grito de Daniel no surtió efecto. El
cerdo se le acercaba cada vez más. Daniel trataba de recordar, desesperado,
dónde había visto antes aquel rostro.
De repente, lo supo.