EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 155
—Hace demasiado frío —le gritó Padre—. Podrías enfriarte.
—Es un niño sano —comentó Madsen—. No le pasará nada.
Daniel se detuvo a observar un ave de rapiña que pendía inmóvil en el aire.
De pronto, descendió a toda velocidad y atrapó a un ratón a tan solo unos metros
de dónde él se encontraba. El caballo reculó nervioso cuando el ave emprendió el
descenso. El cochero retuvo las riendas. El pájaro, que era de color marrón
oscuro, alzó el vuelo aleteando con la presa en el pico.
—Un águila ratonera —aclaró Madsen—. Aquí hay abundancia de alimento
para ellas y cada año son más.
—En estos momentos, y o me siento más bien como el ratón —confesó Padre
—. Hace tan solo unos días era al contrario. Las cosas pueden cambiar en un
abrir y cerrar de ojos.
Madsen asintió, pero no respondió. Daniel esperaba que continuasen la
conversación, pero no fue así.
A primera hora de la tarde, se desviaron de la carretera principal y llegaron a
un pueblo de casas muy bajas dónde el lodo parecía trepar hasta las escaleras.
Madsen señaló una dirección y volvieron a girar hasta llegar a un camino casi
intransitable. Finalmente se detuvieron ante una casa que a duras penas se
sostenía en pie. Madsen se apeó, entró en el patio empedrado y aporreó la puerta.
Fue a abrirle un hombre con la camisa desabrochada y la barriga al aire. Madsen
entró y la puerta se cerró tras él. El cochero bajó del pescante y se fue a orinar
entre unos arbustos. Daniel subió y se sentó en su sitio, junto a Padre, que lo dejó
sujetar las riendas.
—Ahora solo tenemos que esperar —dijo Padre—. El doctor Madsen ama a
sus semejantes. Por eso se hizo médico. Podría haber estudiado más y enseñar
en la universidad, pero prefirió recorrer la provincia curando a los enfermos.
—¿Hay algún enfermo en la casa? —preguntó Daniel.
—Están hablando —respondió Padre—. Esperaremos hasta que vuelva.
—¿Y entonces proseguiremos el viaje?
Padre no respondió. Bajó del pescante y empezó a pasear por el borde del
camino. Y no tardó en llegar tan lejos que parecía uno de los árboles aislados que
se alzaban de vez en cuando en medio de los campos. Daniel sostenía las riendas
mientras lo seguía con la mirada. Aún no lograba penetrar en la mente de Padre.
Algo había cambiado radicalmente, pero no sabía qué. El cochero volvió al carro
y le arrebató las riendas. Llevaba la bragueta abierta y olía a orines.
—Demonio de negro —le dijo con una sonrisa amenazante—. ¿Quién te ha
dicho que tú puedes sujetar mis riendas?
Daniel se apartó raudo. Padre seguía sin moverse en medio del campo. Muy
despacio, como si estuviese buscando algo, empezó a mirar a su alrededor.
Daniel se apeó de un salto y echó a correr hacia él. Una vez a su lado, Padre le