EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 143

Örebro. Ya sabes. Sentado en el pescante había un muchacho muy joven. Llevaba un extraño sombrero de piel encajado hasta las cejas y Daniel no podía verle los ojos. Padre metió a Daniel en el carruaje a empujones al tiempo que le gritaba al cochero: —¡A Örebro! Por la carretera principal. Daniel se preguntaba qué habría ocurrido. En el interior del carro lucía un farolillo. La llama arrojaba su juego de luces sobre el rostro sudoroso de Padre y Daniel observó que tenía una herida que le sangraba justo encima del ojo. « La ha matado» , concluy ó Daniel para sí. « La ha matado y por eso huy e» . Padre lo miró, agarró enojado una de las maletas que estaban dentro y sacó ropa seca. —No sé lo que habrás hecho —dijo—. Si te has caído en el agua o si te has tirado. En estos momentos, no sé nada de nada. Daniel se quitó la ropa mojada en medio del traqueteo del carruaje. Padre no dejaba de murmurar. Sonaba como una plegaria, compuesta de una única palabra, « maldición, maldición, maldición…» . Una vez fuera de la ciudad, Padre aporreó el techo del carro. El muchacho detuvo los caballos. Padre abrió la puerta y le gritó. —Da la vuelta. A Estocolmo. —No me ha pagado por eso —le respondió el muchacho. —Te pagaré —gritó Padre fuera de sí—. Más dinero del que hay as visto junto en tu vida. El muchacho empezó a tirar de las riendas para hacer girar a los caballos. Uno de ellos soltó un relincho. Daniel se estremeció. Aún estaba helado. Padre sacó una de las botellas que siempre llevaba entre el equipaje. —Bebe —le ordenó. Daniel tomó un trago. Sabía fuerte y le quemó la garganta, pero se lo tragó y no tardó en sentir que su cuerpo volvía a entrar en calor. Padre lo envolvió en una manta. Con manos duras y muertas de miedo. El carruaje iba ahora a más velocidad. De vez en cuando se oía un latigazo. Padre seguía murmurando y mascullando entre dientes. Daniel aguardaba. ¿Qué habría ocurrido? ¿Por qué debían partir así, a medianoche? Sabía que tenía que ver con la mujer, con los botones que Padre le había arrancado. —¿Adónde vamos? —preguntó. Padre no respondió. Daniel se cubrió la cabeza con la manta, quedando así totalmente envuelto en el calor que despedía su propio cuerpo. En esa oscura calidez pensó que Padre estaba muy lejos. Lo tenía allí, a su lado, pero vivía en un mundo muy distinto. El carruaje, con su vaivén y su traqueteo, le producía la misma sensación que durante la travesía por mar. Los caballos se convirtieron en velas tensadas con fuerza, el muchacho del pescante no llevaba las riendas entre las manos, sino un timón. Oy ó el tintineo de una botella. Padre bebía. El látigo