Todas las tardes al volver del colegio tenían los niños la costumbre de
ir a jugar al jardín del gigante.
Era un gran jardín solitario, con un suave y verde césped. Brillaban
aquí y allí lindas flores sobre el suelo, y había doce melocotoneros que
en primavera se cubrían con una delicada floración blanquirrosada y
que, en otoño, daban hermosos frutos.
Los pájaros, posados sobre las ramas, cantaban tan deliciosamente,
que los niños interrumpían habitualmente sus juegos para
escucharlos.
- ¡Qué dichosos somos aquí! - se decían unos a otros.
Un día volvió el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de
Cornualles, residiendo siete años en su casa. Al cabo de los siete años
dijo todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y
decidió regresar a su castillo. Al llegar, vio a los niños que jugaban en
su jardín.
- ¿Qué hacéis ahí? - les gritó con voz agria.
Y los niños huyeron.
- Mi jardín es para mí solo - prosiguió el gigante-. Todos deben
entenderlo así, y no permitiré que nadie que no sea yo se solace en
él.
Entonces lo cercó con un alto muro y puso el siguiente cartelón:
Entonces lo cercó con un alto muro y puso el siguiente cartelón:
QUEDA PROHIBIDA LA ENTRADA BAJO LAS PENAS LEGALES
CORRESPONDIENTES
Era un gigante egoísta. Los pobres niños no tenían ya sitio de
recreo. Intentaron jugar en la carretera; pero la carretera estaba
muy polvorienta, toda llena de agudas piedras, y no les gustaba.
Tomaron la costumbre de pasearse, una vez terminadas sus