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Cuentos

El Dromedario

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apenas delimitado por unas cuantas piedras. Decides sentarte sobre una de estas pequeñas rocas, que mientras te fijas, son de adobe o algo similar.

Siempre te preguntaste por qué alguien querría vivir en medio del bosque, lejos de todo. Quizás alguien como tu papá. Alguien tranquilo, algo silencioso o tímido. Quizás alguien que necesita el silencio para trabajar. Y más importante, ¿qué habría hecho a esas personas querer irse de ahí? Mientras pensabas en los dueños anteriores a tu familia de esa tierra, algo se movió en el bosque. Tu primera reacción es buscar algo pesado que lanzarle eventualmente al nuevo llegado. Una amable bienvenida. Esperas en silencio. Anticipas cualquier movimiento, pero ninguno indica la presencia de una persona o un animal. Aún así, esperas varios minutos, asustada. Cualquier hoja te hace sobresaltarse, cualquier paso del viento cerca de ti te genera escalofríos. Incluso te parece escuchar algo, una voz suave. Pero pasa mucho tiempo y a medida que anochece, tu miedo a quedarte ahí crece. Es el momento de irte antes de que el frío y la noche hagan su entrada final. Al salir de las ruinas, notas algo distinto. Entre los restos de paredes deshechos, se ve algo brillar. Siempre te han encantado las historias, quizás demasiado. Eres consciente de que harás cualquier cosa para encontrar una. Pegas tu mejilla al suelo para ver el pequeño destello. Intentas meter tu mano para buscar lo que hay, pero el hueco es diminuto. Buscas alguna linterna, pero no trajiste tu celular, nunca lo llevas a ninguna parte. En este momento sería útil. Buscas entonces una piedra pesada o algo puntiagudo. Lo único que encuentras es una piedra pesada que te cuesta trabajo mover. Haciendo un esfuerzo mayor a lo que te deja tu resfriado, tratas de poner la piedra sobre una de las paredes que aún tienen una altura normal y dejarla caer. Con mucha suerte, no se cae la piedra sobre tus pies, pero tampoco cae en el lugar que debía haber caído. Apenas rompe un poco más los pequeños muros que albergan la luz brillante. Desesperada, buscas un palo y tratas de abrir un hoyo más grande, de romper pedazos del muro o cualquier cosa que permita llegar al objeto. Finalmente, logras abrir un poco el hoyo. Pero un poco no te sirve. Necesitas más. Buscas algo histérica, pero lo único que se te ocurre es buscar repetir la operación de la piedra. Corriendo, buscas una con una forma más filosa, lo cual es difícil pues todas están viejas, redondeadas por el agua y la intemperie. Entonces, ves un pedazo de cerámica. Es extraño que esté ahí, pero no tienes tiempo para detenerte en detalles. Con brusquedad, vuelves a atacar la piedra y no te detienes hasta romperla y dejar un hueco del tamaño de tu mano. Y entonces, aparece la caja. Creías que sería un poco más grande y mucho más bella. Es apenas una lata de jabón cuya marca no puedes entender. Pero no te das por vencida. Empiezas a abrirla cuando de nuevo sientes algo moverse entre los árboles. Esta vez no vas a quedarte. Ya no tienes la ventaja de la luz. Sales corriendo como loca con la lata en la mano y mientras corres te parece ver a alguien. No es una figura amenazante, no va hacia ti, no te ha visto aún. Te detienes en seco. No correrás el riesgo de encontrarla. Prefieres cambiar de camino. Y entonces, mientras te alejas, te giras una última vez a ver lo que te pareció ser una mujer. Ahora está girada hacia ti. Presa del pánico, corres a toda velocidad en línea recta, sin saber hacia dónde llegarás. Encuentras por fin un campo abierto. Corres hacia el camino principal más rápido que nunca. Empiezas a perder el aliento y sientes que tu cabeza va a estallar, pero no puedes parar de correr. No sabes de qué manera, vuelves a tu casa.

Se oyen chicharras y el suave sonido del río. Estás mareada y cansada, solo quieres dormir. Incluso has olvidado la caja. De pronto te despiertas y ya no sabes en dónde estás. Ya no sientes el mareo, pero sí un fuerte dolor de cabeza y muchas ganas de salir corriendo. El miedo te invade. Y entonces, ocurre todo vertiginosamente rápido: un hombre se te acerca y murmura algo a tu oído. Tú lo miras horrorizada. Tu mente se pelea: ese hombre es tu padre pero no el que conoces. Es distinto. No es la misma persona que conoces: tiene el pelo negro, es más alto, tiene la voz distinta y emana algo de él que provoca pavor. Te alejas de él, pero se acerca a ti, amenazante. Echas una mirada al río. Es temporada de lluvias y el río está "crecido". En lo que giraste la cabeza, el hombre te toma por los hombros con tanta fuerza que te hace daño y te empuja hacia el río. Te dice que nadie puede saber lo que él hizo. Llorando, dices que no le dirás a nadie si te deja ir sin hacerte daño, pero ya no confías en que "nunca te haría daño". No después de lo que confesó. Tratas de zafarte de sus garras y quedan al lado del río. Estás segura de que te echará al río, todo con tal de que no lo digas. Es absurdo, ¿a quién se lo dirías? ¿A tu madre que no quiere escuchar? Solo puedes imaginar las piedras cortantes del fondo oscuro y helado. Cuando ves que él gira su mirada hacia el agua, se te congela la sangre. Entonces sientes que te empuja y te suelta. De alguna manera, resbalas hacia atrás intentando liberarte y la fuerza que hizo para empujarte es la que lo empuja a él hacia el río. Ves cómo cae. No vuelve a salir de ahí. Y entonces, sientes más miedo que nunca. Corres, corres a casa. Pero entonces, ves que es la dirección equivocada. Esa ya no es tu casa. Errando entre los árboles, llegas a la casa. Buscas un pedazo de papel y escribes la carta. La guardas en una lata de jabón que te regalaron en tu cumpleaños. Te la regaló él, de hecho. Tiene un olor dulce. Dijo que era de una marca fina. La escondes. Te miras una última vez al espejo.

Sobresaltada, despiertas. Ves la lata a tu lado. Buscas un espejo, el interruptor y ves a una chica sudorosa y asustada. Te ves a ti. Ves a quien has visto siempre. Al menos, eso es lo que te han dicho después de todos estos años cada una de las personas a las que les has contado lo que te pasó. Temblando de frío, llegas de algún modo hacia las otras alcobas. Ves a uno de tus hermanos. Vas buscando otra habitación, la principal. Ves gracias a la luz del pasillo las figuras de dos personas durmiendo. Tienes miedo de encender la luz, así que buscas el baño que queda cerca de ahí y enciendes esa luz. Ves la cara dormida plácidamente de un hombre. Es tu padre. Es tu padre, es lo que te han dicho todas y cada una de las personas a las que les has contado lo que te pasó. Está vivo. Es él. Solo fue un sueño. Un sueño que te hace errar infinitamente por la vida.

Pero está la carta. La que no tiene explicación. La que tiene tu nombre. La que cuenta lo que hiciste, lo que oíste, lo que viste, lo que supiste y nunca lograste decir. Y ese sueño que te persigue en las noches, el reflejo que viste en el espejo y el rostro de aquel otro que no era tu padre. O eso es lo que te han dicho.

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