Cuentos
El Dromedario
11
La Colina
Por la ventana se ve desfilar la ciudad. Hay tiendas de colores, hay semáforos, hay gente yendo de un lado a otro y buscando su lugar. Después de un rato, lo que ves ya no parece ser nada y así pasa un buen rato. De alguna manera, las calles cambian pero en realidad todo es igual. Ahí no encuentras nada. A medida que las casas se van espaciando, tu ceguera se disipa y poco a poco tu atención se vuelve a despertar. Poco a poco, el gran ballet desordenado de colores va dejando lugar al verde como solista. Lo acompañan unas cuantas manchas de tierra, de troncos y pedazos de montaña. A lo lejos, ves un ser distinto, algo que se voltea y te observa, a ti. Tiene ojos muy grandes, oscuros y profundos, como si dos pequeños cuerpos de agua hubieran decidido incorporarse a ese polo de energía. Te dejan sellada la retina con su mirada. Te despides de ese ser inmenso que dejó una huella en tu memoria y el resto del trayecto piensas cómo será galopar al lomo de esa criatura, que a su vez galopa al lomo de los vientos. Distingues unas cuantas chimeneas de tanto en tanto. Conoces ese camino. Sabes que de noche esas casitas se encienden como pequeñas luciérnagas. Parece un pesebre. Pero aún faltan algunas horas para eso. Los caminos se abren ante ti y ondulantes, te acompañan por la tierra arenosa y seca. Y de pronto, liso y silencioso, aparece el embalse. Dormido, suspira en el aire frío. Los frailejones tímidos se acercan de vez en cuando, a veces en grupos pequeños y otras veces solitarios. La montaña que te ha estado siguiendo por fin decide imponerse, inmensa, parece tan cerca que crees poder tocarla. Bajas del carro y el olor a eucalipto te llena los pulmones. Respiras de nuevo. El aire parece distinto desde la última vez que viniste. Un tintineo de campanas te deja saber que estás en casa. Pero algo más lejos te llama suavemente. Empiezas a andar lentamente por el pasto verde y los agapantos. El viento frío se te cuela por la ropa y los oídos. Encuentras la vieja banca desvencijada en la que alguna vez pasaste tiempo con algún primo y pasas por el camino que en época de lluvias se llena de pequeñísimas cascadas en las que jugaste alguna vez. Decides escuchar tu avidez de naturaleza y sigues caminando. Escuchas que alguien llama a lo lejos, no sabes bien de dónde, pero lo más probable es que no sea a ti, nada te impide seguir. Caminas con cuidado, hundiéndote en el bosque. Un árbol delante de ti llama tu atención. De las llagas en su corteza derrama una savia roja brillante como escarcha. Es preciosa. Tomas lo primero que encuentras en el suelo para probar su textura. La ramita que tomaste comprueba que la savia es dura y un poco cauchosa. Mientras caminas, te empiezas a sentir cansada, un poco mareada. Debe ser un resfriado, alergia al polen o a la primavera, como le dicen. Es común en una citadina como tú. A medida que caminas, te cuesta más andar recto, tus ojos húmedos se cierran de tanto en tanto, sientes cansancio, sientes calor. Todo te impulsa a volver. ¿Todo?...No. Hay algo fuerte que te busca en la colina. Lo recuerdas bien, pero no recuerdas en dónde quedaba. No puede faltar demasiado.
Recuerdas haber estado ahí sola cuando eras niña. Creyeron que te habías perdido, se preocuparon. Cuando volviste, tenías fiebre y contaste muchas cosas extrañas. Cosas que decías haber visto. O eso te contaron, ya no lo puedes recordar. Tu madre puso cara asustada, se volvió pálida y miró a otro lugar. Tu padre te dijo tranquilamente que debías descansar, habías estado expuesta mucho tiempo al frío. Al día siguiente ya no recordabas nada de lo que habías ido a buscar en la colina.
Las enredaderas de moras, las bayas rojizas, los hongos y otras plantas salvajes se multiplican. No conoces el nombre de la mayoría. Piensas que parece un santuario protegido por plantas venenosas y espinas, una suerte de templo de peregrinación cubierto por las matas murmuradoras. Alguna de estas no quiere dejarte ir y atrapa tu tobillo, dibujándole líneas rojas enmarañadas. Cuando consigues liberarte, ves por fin las ruinas de la vieja casa abandonada. El mareo que te ha acompañado todo el camino te hace más débil y te cuesta mucho más llegar hasta el edificio. De alguna manera, avanzando como una marioneta guiada por una mano invisible, logras llegar hasta él. Allí te apoyas en una pared que soporta difícilmente tu peso y se desmorona visiblemente. De hecho, cuando logras levantar la vista, te das cuenta que la casa está mucho más destruida que lo que recordabas. Solo quedan dos paredes que merezcan el nombre y el perímetro de la casa está apenas delimitado por unas cuantas piedras. Decides sentarte sobre una de estas pequeñas rocas, que mientras te fijas, son de adobe o algo similar.
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