Gentileza de El Trauko
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judíos se vieron especialmente afectados. Tuvieron que llevar una estrella amarilla en su
vestimenta, entregar sus bicicletas y ya no podían viajar en tranvía, para no hablar de
automóviles. Los judíos sólo podían hacer compras entre 3 y 5 de la tarde, y sólo en
tiendas judías. No podían salir a la calle después de las ocho de la tarde y tampoco salir a
sus balcones o jardines después de esa hora. Los judíos tenían vedados los teatros y los
cines, así como cualquier otro lugar de entretenimiento público. No podían ya nadar en las
albercas públicas o practicar el tenis o el hockey. Se les prohibieron todos los deportes. Los
judíos tenían prohibido visitar a sus amigos cristianos. Los niños judíos deben acudir
exclusivamente a escuelas judías. Así se amontonan las prohibiciones arbitrarias. Toda
nuestra vida estaba sometida a este tipo de presiones. Jopie suele decirme: "Ya no me
atrevo a hacer casi nada, pues siempre pienso que puede estar prohibido".
Abuela murió en enero de este año. Nadie sabe cuánto la quería y cuánto la echo de
menos. En 1934 ingresé al jardín infantil del Colegio Montessori y después seguí allí. El
año pasado tuve a la directora, la Sra, K., corrió jefa de mi clase. Al concluir el año nos
despedimos emocionadas y lloramos largo rato abrazadas. Margot y yo debimos proseguir
nuestros estudios en el Liceo Judío a partir de 1941.
Nosotros cuatro estamos bien ahora, y así llegó el momento actual y prosigo mi
diario.
Sábado 20 de junio de 1942
Querida Kitty:
Comienzo de inmediato. Hay tanta paz ahora. Papá y mamá han salido y Margot
está donde una amiga jugando al pin-pón. Últimamente también yo me he aficionado
bastante a ese juego. Dado que nosotros, los jugadores de pin-pón, somos tremendamente
dados a tomar helados, nuestras partidas suelen terminar con una excursión a las heladerías
todavía permitidas para los judíos: la "Delfi" y el "Oasis". Nunca nos preocupamos
demasiado por si llevamos suficiente dinero en el monedero, puesto que entre los clientes
de las heladerías suelen haber amables caballeros de nuestro círculo de conocidos o algún
admirador perdido, los que siempre nos ofrecen más helado del que realmente podemos
tomar.
Supongo que debe sorprenderte oírme hablar, a mi edad, de admiradores.
Desafortunadamente es un mal inevitable en nuestra escuela. Cuando un compañero me
propone acompañarme a casa en bicicleta y se entabla una conversación, nueve de cada
diez veces, se trata de un muchacho enamoradizo y ya no deja de mirarme. Al cabo de un
tiempo el arrebato comienza a disminuir, especialmente porque yo no presto demasiada
atención a sus miradas ardientes y sigo pedaleando a toda velocidad. Cuando el joven no
cesa en sus intenciones, yo me balanceo un poco sobre mi bicicleta, se cae mi cartera y el
muchacho se ve obligado a bajarse para recogerla, tras lo cual me las ingenio para cambiar
en seguida de conversación.
Esto es lo que sucede con los más cándidos. Hay otros, por supuesto, que me tiran
besos o tratan de apoderarse de mi brazo, pero ésos equivocan el camino. Bajo diciendo
que puedo pasarme sin su compañía, o bien me considero ofendida, y les digo claramente
que se vayan a su casa.
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