Gentileza de El Trauko
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Jueves 19 de noviembre de 1942
Querida Kitty:
No nos hemos engañado con Dussel. Es persona muy agradable. Por supuesto,
estuvo de acuerdo en compartir conmigo el pequeño dormitorio; a decir verdad, no me
entusiasma demasiado convivir de esa manera con un extraño, pero es menester que cada
uno haga lo suyo, y yo soporto de buena gana este pequeño sacrificio. "Todas esas cosas
carecen de importancia cuando podemos salvar a alguien", dice papá, con razón.
Desde el primer día, Dussel me ha pedido toda clase de informaciones, tales como;
a qué hora venía la sirvienta, cómo nos arreglábamos para el baño, y las horas de acceso al
W.C. No hay por qué reírse: todo eso no es simple en un escondite. Durante el día se trata
de no llamar la atención, con el fin de evitar que nos oigan desde la oficina, sobre todo si
hay alguien de afuera, como la mujer que hace la limpieza: en tal casó, todas las
precauciones son pocas. Yo se lo he explicado todo lo más claramente posible, pero —
curiosamente— es un poco lento de comprensión; repite cada pregunta dos veces, y no
retiene las respuestas. Confío en que eso pasará. Probablemente aún no se ha amoldado a
un cambio tan brusco.
Por lo demás, parece que las cosas marchan.
Dussel tenía mucho que contarnos sobre el mundo exterior, del que nosotros no
formamos parte desde hace tanto tiempo. Sus relatos son tristes. Muchos amigos han
desaparecido, y su destino nos hace temblar. No hay noche en que los coches militares
verdes o grises no recorran la ciudad; los alemanes llaman a todas las puertas para dar caza
a los judíos. Si los encuentran, embarcan inmediatamente a toda la familia; si no, llaman a
la puerta siguiente. Los que no se ocultan, no escapan a su suerte. En ocasiones, los
alemanes se dedican a eso sistemáticamente, lista en mano, golpeando a las puertas tras las
cuales, piensan, les aguarda un rico botín. A veces se les paga un rescate, a tanto por
cabeza, como en los mercados de esclavos de antaño. Es demasiado trágico para que tú lo
tomes a broma. Por la noche, veo a menudo desfilar a esas caravanas de inocentes, con sus
hijos llorando, arrastrados por algunos brutos que los azotan y los torturan hasta hacerlos
caer. No respetan a nadie, ni a los viejos, ni a las criaturas, ni a las mujeres embarazadas, ni
a los enfermos: todos deben tomar parte en esa ronda de la muerte.
¡Qué bien estamos nosotros aquí, al abrigo y en calma! Podríamos cerrar los ojos
ante toda esa miseria, pero pensamos en los que nos eran queridos, y para los cuales
tememos lo peor, sin poder socorrerlos.
En mi casa, bien abrigada, me siento menos que nada cuando pienso en las amigas
que más quería, arrancadas de sus hogares y caídas en ese infierno. Me da miedo pensar
que aquellos que estaban tan próximos a mí se hallen ahora en manos de los verdugos más
crueles del mundo.
¡Por la única razón de que son judíos!
Tuya,
ANA
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