Gentileza de El Trauko
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—¡Vaya, Margot, tienes trabajo para rato!
Papá y yo hemos hallado un modo de entretenemos. Me ayuda a establecer mi árbol
genealógico paterno. Sobre cada miembro de la familia me cuenta una breve historia, y eso
me hace sentir mi ancestro.
El señor Koophuis me trae libros cada quince días. Me entusiasma la serie Joop ter
Heul. Todo cuanto escribe Cissy van Marxveldt me gusta sobremanera. He leído Alegría
de Estío por lo menos cuatro veces; y las situaciones burlescas siguen haciéndome reír.
He reanudado mis estudios. Me esfuerzo mucho con el francés, y cada, día empollo
cinco verbos irregulares. Peter la ha emprendido con el inglés, con enormes suspiros.
Acaban de llegar algunos libros de texto. Yo había traído una provisión de cuadernos,
lápices, gomas y etiquetas. Escucho a veces la audición holandesa que transmiten desde
Londres. El príncipe Bernardo acaba de hablar. La princesa Juliana tendrá otro hijo en
enero, anunció. Me he alegrado. Aquí se sorprenden de que tenga tanta simpatía por la
familia real holandesa.
Hace algunos días, los mayores juzgaban que, al fin y al cabo, yo no era tan tonta.
Aquel mismo día, tomé la firme resolución de trabajar más. No quisiera volver a
encontrarme en la misma clase a los catorce o quince años.
En seguida se mencionó el hecho de que casi todos los libros de los mayores me
estaban vedados. Mamá lee en este momento, Heeren, Vrouwen en Knechten, pero a mí me
lo han prohibido; primero tendré que madurar más, como mi "talentosa hermana", que ya
leyó esa obra. Se ha hablado también de mi ignorancia; yo nada sé de filosofía ni de
psicología. ¡Quizá sea menos ignorante el próximo año! (Acabo de consultar en el
diccionario estas difíciles palabras).
Compruebo algo alarmante: no tengo más que un vestido de mangas largas y tres
chalecos para el invierno. Papá me ha permitido tejer un suéter blanco con lana de oveja; la
lana no es muy bonita, cierto, pero su calor será una compensación. Tenemos más ropas
nuestras en casa de otras personas; lástima que no podamos ir a buscarlas antes de que
termine la guerra, y, aún así, quién sabe si las recuperaremos.
Hace un momento, apenas terminaba de escribir sobre la señora Van Daan, ella
tuvo la ocurrencia de entrar en la habitación. ¡Tac! Diario cerrado.
—¿Qué, Ana? ¿No me permites ver tu diario?
—Me temo que no.
—¡Vamos! ¿Ni siquiera la última página?
—No, ni siquiera la última página.
Me ha dado un buen susto. En esa página ella no aparecía nada favorecida.
Tuya,
ANA
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