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E L D IARIO DE A NA F RANK Querida Kitty. Con permiso de papá, ayer, después de almorzar, preguntó a Dussel, si, por favor, querría concederme ( ¡Más cortesía, imposible!) el uso de la mesa en el cuarto que compartimos, dos tardes por semana, de cuatro a cinco y media. Una pequeña explicación: yo la utilizo todos los días de dos a cuatro, mientras Dussel duerme la siesta. A partir de las cuatro, la habitación y la mesa me están vedadas. Por la tarde, hay demasiada gente en el cuarto de mis padres para poder estudiar allí, y, además, a papá también le gusta utilizar la mesa cuando tiene trabajo. Considero haber pedido algo razonable, y lo hice por pura cortesía. ¿Y qué imaginarás que el señor Dussel contestó? «No». Lisa y llanamente. «No». Me sentí indignada. Le pregunté la razón de su negativa, bien decidida a no dejarme avasallar. ¡Pero él me mandó a paseo! He aquí lo que me dijo: -Yo también tengo que trabajar. Si no lo hago por la tarde no trabajo en absoluto. He de terminar mi tesis, en caso contrario, ¿de qué valdría haberla comenzado? Y tú, tú no tienes nada serio que hacer. La mitología no es trabajo; tejer y leer tampoco. Yo me he reservado la mesita, y me la quedo. He aquí mi respuesta: -Pero, señor Dussel, yo trabajo todo lo seriamente que puedo; en la habitación de mis padres es imposible por la tarde. ¡Le ruego que tenga la amabilidad de reflexionar sobre lo que le he pedido! Acto seguido, Ana, muy ofendida, le volvió la espalda, e hizo como si el gran doctor no existiera. Me sentí llena de rabia frente a aquel Dussel abominablemente mal educado, cuando yo me había mantenido tan correcta. Por la noche, me arreglé para hablar a solas con Pim; le conté cómo habían sucedido las cosas, y discutí con él de qué manera tenía que portarme, porque no quería ceder y deseaba resolver el asunto completamente sola, si era posible. Pim me dio algunos consejos, entre otros el de aguardar hasta el día siguiente porque me sentía demasiado exaltada. Pero eso no me gustaba. Después de limpiar la vajilla, me reuní con Dussel en mi cuarto; teniendo a Pim en la habitación de al lado y la puerta abierta, el aplomo no me faltaba. Empecé: -Señor Dussel, usted quizá juzgue que no vale la pena considerar mi pedido más detenidamente, pero, sin embargo, yo le ruego que reflexione. Dussel, con la más amable de sus sonrisas, observó: -Sigo dispuesto, en todo instante, a hablar de ese asunto, aunque lo juzgue terminado. A pesar de las frecuentes interrupciones de Dussel, seguí hablando: -Cuando usted llegó a nuestra casa, quedó bien entendido que, el compartir la habitación conmigo, compartiríamos también su uso, y usted aceptó ocuparla por la mañana, en tanto que yo dispondría de ella por la tarde, toda la tarde! Ni siquiera le pido tanto: dos tarde por semana me parece cosa razonable. Dussel saltó como si una fiera lo hubiera mordido: -Tú no tienes ningún derecho... Y, además, ¿a dónde quieres que vaya yo? Le diré al señor Van Daan que me construya una casita de perro en el desván para trabajar allí tranquilo; aquí no se está tranqui lo en ninguna parte. No se puede vivir contigo sin reñir. Si tu hermana Margot hubiera venido a pedirme lo mismo, y eso estaría más justificado, yo no habría pensado siquiera en negárselo; pero a ti... Siguieron entonces las mismas críticas: la mitología, el tejido, etc. Es decir, humillaciones para Ana. Ella, sin embargo, no se dio por aludida, y dejó terminar a Dussel: -Pero, ¿qué quieres?, contigo es inútil cualquier discusión. Tú eres el egoísmo personificado, sólo piensas en hacer lo que se te antoja, no retrocedes ante nada ni nadie con tal de salirte con la tuya. Nunca he visto una niña igual. Pero, en resumidas cuentas, me veré obligado a aceptarlo; de lo contrario, tendré que oír más tarde que Ana Frank ha fracasado en sus exámenes porque el señor Dussel se negó a cederle la mesita. © Pehuén Editores, 2001. )50(