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lástima, algunos rasguños y quemaduras. Varios oficiales y generales
de su séquito han muerto o quedado heridos. El culpable principal
ha sido ejecutado.
Una buena prueba, ¿eh?, de que muchos oficiales y generales
están cansados de la guerra y verían con alegría y voluptuosidad a
Hitler descender a los abismos más profundos. Tras la muerte de
Hitler, los alemanes aspirarían a establecer una dictadura militar,
un medio, según ellos, de concluir la paz con los aliados, y que les
permitiría rearmarse y recomenzar la guerra veinte años después.
Quizá la Providencia haya ex profeso retardado un poco la muerte
de Hitler, pues será mucho más fácil para los aliados, y más
ventajoso también, si los germanos puros, y sin tacha se encargan
ellos mismos de matarse entre sí; menos trabajo para los rusos y
los ingleses, que podrán proceder con mayor rapidez a la
reconstrucción de sus propias ciudades.
Pero aún no hemos llegado a eso. ¡Cuidado con anticiparse!
Sin embargo, lo que arriesgo, ¿no es una realidad tangible? Por
excepción, no estoy en vena de divagar a propósito de idealismos
imposibles. Hitler tuvo nuevamente la amabilidad de hablar a su
pueblo fiel y abnegado, diciéndole que a partir de hoy todos los
militares deberán obedecer a la Gestapo; además todo soldado
que sepa que uno de sus superiores tuvo algo que ver con este
atentado degradante y cobarde, tiene el derecho de meterle una
bala en el cuerpo sin otra forma de proceso.
Va a resultar muy lindo. A Hans le duelen los pies tras una
marcha demasiado larga, y su oficial lo reprende. Hans agarra su
fusil y grita: «¡Eres tú quien ha querido asesinar al Führer! ¡Cochino!
¡Toma tu recompensa!». ¡Pum! Y el orgulloso jefe que tuvo la
audacia de reconvenir al pequeño Hans ha desaparecido para
siempre en la vida eterna (o en la muerte eterna). ¿De qué manera
quieres que esto termine? Los señores oficiales van a cagarse en
sus calzoncillos de miedo cada vez que encuentren a un soldado
o tomen un comando, y que sus presuntos inferiores tengan la
audacia de gritar más fuerte que ellos. ¿Me entiendes, o es que yo
he perdido el seso? No puedo remediarlo. Me siento demasiado
alegre para ser lógica, demasiado contenta con la expectativa de
poder sentarme de nuevo, en octubre, en los bancos de la escuela.
¡Oh, oh! ¿No he dicho hace un instante que no hay que anticiparse
nunca? ¡Perdón, perdón! No por nada me llaman «un amasijo de
contradicciones».
Tuya,
ANA
Martes 10 de agosto de 1944
Querida Kitty:
«Un amasijo de contradicciones» son las últimas palabras de
mi carta precedente y las primeras de ésta. «Amasijo de
contradicciones». ¿Puedes explicarme lo que es exactamente? ¿Qué
significa contradicción? Como tantas otras palabras tiene dos
sentidos: contradicción exterior y contradicción interior.
El primero es fácil de explicar: no plegarse a las opiniones
ajenas, saber, mejor que el otro, decir la última palabra, en fin,
todas las características desagradables por las cuales se me conoce
muy bien. Pero en lo que concierne al segundo, casi nadie me
conoce, y ése es mi secreto.
Ya te he dicho que mi alma está, por así decir, dividida en
dos. La primera parte alberga mi hilaridad, mis burlas, con cualquier
motivo, mi alegría de vivir y, sobre todo, mi tendencia a tomarlo
todo a la ligera. Por eso no me fastidian los flirteos, un beso, un
abrazo o un chiste inconveniente. Esta primera parte está siempre
en acecho, rechazando a la otra, que es más hermosa, más pura y
más profunda. La parte hermosa de la pequeña Ana nadie la
conoce, ¿verdad? Por eso son tan pocos los que me quieren de
veras.
Desde luego, puedo ser un payaso divertido durante una tarde,
tras lo cual todo el mundo me ha visto lo suficiente para un mes
© Pehuén Editores, 2001.
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