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E L D IARIO DE A NA F RANK
Carlos V, en el cuarto de Peter; Henry Esmond, de Thackeray; al
final, comparar el Mississippi con el Missouri.
Tuya,
ANA
Viernes 28 de abril de 1944
Querida Kitty:
No he olvidado mi sueño sobre Peter Wessel. Hoy mismo,
al pensar en ello, siento su mejilla junto a la mía, dándome la
sensación maravillosa de que todo es bueno.
Con mi Peter de aquí, llego a veces a sentir lo mismo, pero
nunca había sido con la misma fuerza, hasta anoche, cuando nos
abrazamos en el diván como de costumbre. De repente, la pequeña
Ana de todos los días se transformó y, en su lugar, apareció la
segunda Ana, ésa que no es audaz ni hace bromas, sino que sólo
pide ser tierna y amar.
Yo estaba hecha un ovillo junto a él, y, sintiendo la emoción
apoderarse de mí, las lágrimas me subieron a los ojos: una cayó
sobre su pantalón, en tanto que la otra resbalaba a lo largo de mi
nariz ¿Lo había notado? Ningún movimiento lo traicionaba. ¿Se
había emocionado tanto como yo? No dijo casi nada. ¿Se
percataba de que tenía otra Ana ante sí? Estas preguntas quedan
sin respuestas.
A las ocho y media me levanté para ir a la ventana, donde
siempre nos despedimos. Yo temblaba todavía. Seguía siendo la
segunda Ana cuando él se me acercó. Le echo los brazos al cuello
y besé su mejilla, y, en el momento de besar la otra, nuestros
labios se encontraron y su boca se apretó contra la mía. Presas de
una especie de vértigo, nos estrechamos el uno contra el otro, y
nos besamos como si aquello jamás debiera cesar.
Peter necesita ternura. Por primera vez en su vida ha
descubierto una muchacha; por primera vez también ha visto
que la más traviesa de ellas oculta un corazón y puede
transformarse tan pronto como está sola a su lado. Por primera
vez en su vida ha dado su amistad, se ha liberado. Nunca, antes,
había tenido un amigo o una amiga. Ahora él y yo nos hemos
encontrado; yo tampoco lo conocía, jamás había tenido un
confidente. , y he ahí, las consecuencias...
Para esa misma pregunta que no me abandona: «¿Está bien?
¿Está bien ceder tan pronto, con la misma intensidad y el mismo
deseo que Peter? ¿Tengo derecho yo, una muchacha, de dejarme
ir así?». No hay más que una respuesta: «Yo tenía ese deseo...
desde hace mucho tiempo, me siento muy sola y ¡por fin he podido
consolarme!».
Por la mañana actuamos normalmente; por la tarde lo
hacemos bastante bien, salvo algún raro desfallecimiento; por la
noche, el deseo del día entero se vuelve intolerable, sumado al
recuerdo del gozo y la dicha de todas las veces precedentes,
entonces ambos pensamos nada más que el uno en el otro. Cada
vez, tras el último beso, yo querría escapar, no mirarle más a los
ojos, estar lejos, lejos de él, en la oscuridad, y sola.
¿Y dónde me encuentro, después de haber descendido las
escaleras? Bajo una luz brutal, entre risas y preguntas, cuidando
de no exteriorizar nada. Mi corazón es aún demasiado sensible
para suprimir de golpe una impresión como la de anoche. La
pequeña Ana tierna es demasiado reservada y no se deja cazar
con tanta facilidad. Peter me ha emocionado, más profundamente
que cualquier otro muchacho, salvo en sueños. Peter me ha agitado,
me ha dado vuelta como a un guante. Después de eso, ¿no tengo
derecho, como cualquier otro, de reencontrar el reposo necesario
para recuperarme de tal trastorno? ¡Oh, Peter! ¿Qué has hecho
de mí? ¿Qué quieres de mí? ¿En qué va a terminar esto? ¡Ah! Con
esta nueva experiencia empiezo a comprender a Elli y sus dudas.
Si yo fuera mayor y Peter me pidiera que me casase con él, qué le
diría? ¡Sé honesta, Ana! Tú no podrías casarte con él pero dejarlo
es también difícil. Peter tiene poco carácter todavía, demasiado
poca voluntad, demasiado poco valor y fuerza moral. En el fondo,
sólo es un niño, no mayor que yo; no pide más que dicha y
tranquilidad.
© Pehuén Editores, 2001.
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