El Corán y el Termotanque | Tercer número | Page 42

Novela por entregas vereda de un bar. Falta poco para la mitad del día. Pasa desapercibido junto a los viejos que hablan en voz alta, gesticulando de manera exagerada con sus orejas feas y atentas, felices, infaltables voyeurs de la mañana y sus sucesos. Se mira el mocasín negro y la media gris. La mano derecha sostiene el cigarrillo sobre el cenicero en la mesa. La izquierda se apoya, a la altura del antebrazo, en el respaldo de la silla tapizada en cuero marrón. Observa los hombres que entran al banco y el almacén. Mira su reloj deseando una noche que le lave las culpas que el día otorga con su comienzo de hierro. Precisa de un trago para convivir con el absurdo de tener que ser un perseguidor de sombras y piensa que no va a llegar hasta la noche sin beber, como se lo había propuesto. El olor a comida en los rincones de la calle anuncia el mediodía y se levanta sin mirar los vasos que transpiran sobre las mesas. Almuerza pollo a la parrilla con ensalada rusa en un rincón anónimo y tenue de un club. La hora de la siesta lo encuentra con gesto culpable y un vaso de vino como postre calentándose en la mano. Recorre los caminos de las afueras y las zonas donde hay galpones. Va parando en diferentes bares para tomar algo cada tanto. En los registros del pueblo no hay nombre oficial para el Negro, sólo las mismas señas: pelilargo, sin casa conocida, trabajador eventual, se lo suele ver con otros en las afueras del pueblo y los caminos. Tiene fama de cuatrero y borracho, anda cerca de los cuarenta años y no se le conoce familia. Desaparece por largos periodos de tiempo. Nada más. cisamos satisfacer define nuestra felicidad diaria, esa que viene y va. Quizás la única que haya. Barla nació en un pueblo con nombre de mujer, que ya no existe. Cuando era adolescente su familia se mudo a Rosario, entonces una ciudad silenciosa de veredas nuevas y luces amarillas. Entró como ayudante en una distribuidora de bebidas. Al año abandonó y se hizo policía. Simplemente sintió que su carácter y temperamento así se lo imponían. Al principio el trabajo era leve. En la comisaría abundaban las maquinas de escribir y los ceniceros llenos. El baño siempre olía a jabón. Un inspector lo empezó a sacar a la calle. Una tarde llegaron a un rancherío donde un tipo arrugado miraba el piso debajo de un árbol. Le había pegado a un hijo y éste había perdido un ojo. El inspector comenzó a golpearlo sin previo aviso, primero con el puño y después con una pava vieja. El tipo lloraba y pedía que no. Barla ocultaba cierta conmoción, sentía lastima pero la violencia no lo intimidaba. El inspector le pasó la pava y él noto un destello de curiosidad en su mirada. Comprendió que lo estaba probando y también que las cosas eran así, la caída de la justicia se valía de la simpleza del dolor. Empezó a formarse una idea en la que ser policía era tener estomago para manejar lo que el común de la gente no: el ser humano degradándose a sí mismo dentro de una sociedad que oculta sus propias falencias. Esa necesidad insalvable de aparentar que el mundo es más sano si las paredes pintadas son de un blanco perfecto y un césped para siempre uniforme crece en los patios tranquilos. Sintió asco del tipo, de sí mismo y del inspector, condenados a sufrir en un mundo gris de soles hermosos iluminando el cinismo que nos dejaron todas nuestras inocencias perdidas. Tomó la pava y sin sentir nada lo golpeó tres veces con movimientos firmes e iguales. Dejó que el inspector lo meta en el camión mientras él fumaba un cigarrillo mirándose los zapatos. Al atardecer ya tiene dos litros de vino en el cuerpo y la camisa transpirada. Se baña y se perfuma. Siente que la limpieza lo agiliza. No cena. A las diez para el auto en un camino de tierra y se queda dormido, ya un poco borracho. Sueña con Ana Rosa Pacheco: el pelo larguísimo y negro la envuelve como una cortina viva, los rulos parecen ramas oscuras que le bajan por la cintura mientras su piel blanca despide un olor a tierra mojada, amargo y fuerte. Está de espaldas sobre una ca XH\