El Corán y el Termotanque | Tercer número | Page 35
sugiere detener la vista. Yo solamente repetí las acciones de
las calles anteriores en las que, cual mendigo, suplicaba algo
para registrar en mi cuaderno. En una pieza, incrustada en
el vientre de una construcción de corte moderno, una mujer
de cabello negro burlaba a la muerte en una risa eterna que
invitaba a los que pasábamos por allí a quedarnos pasmados
e iluminados por su cuerpo, contemplando los gemidos que
escapaban de su garganta. Detrás, su compañero celebraba la
película tomándola de la cintura y aferrándose a sus glúteos.
Cada movimiento, atrapado en un vaivén circular que perseguía el grito final, retaba los bosquejos de mortalidad que
habitaban en sus células. Desde esa porción ínfima de un todo
absoluto, ellos, en una rebelión erótica que sólo se reconoce en
la búsqueda del placer, fueron inmortales mientras la carne lo
permitió. Les envidié la libertad, la forma con la que enfrentaban a los demás, a nosotros, siervos de una gleba sembrada de
tabúes, vestidos con las mañas que en el pasado, cuando niños,
nos obligaron a taparnos para escondernos del aire. Caminé
con los puños apretados, sujetando el odio que mis venas conducían al cerebro, deseando que aquella pareja, como todas las
que se abrazaban en aquel segundo, desaparecieran, que explotaran en burbujas de sangre y nos dejaran tranquilos a los que
transitamos las calles condenados a soportar la dicha ajena.
Regresé, conteniendo un sollozo, por las mismas baldosas
que marcaron la ida hacia ningún lugar. La mirada estaba fija
en los cordones que mi calzado exhibía con pudor. Intenté,
con el error de los desorientados, recordar cuáles eran las baldosas que no debía pisar. Mi pie izquierdo apoyó su peso en
uno de los rectángulos blancos que mostraba mayor firmeza
para que el derecho, en una danza detestable, pisara la unión
donde las líneas de cemento funcionan como perfectas catapultas y lanzasen, cual bolas de fuego de las antiguas cruzadas,
balas de barro y agua. Otra vez la estupidez, otra vez el cielo y
Dios como receptores de mis agravios. Pasé frente a una iglesia
antes de llegar, miré la cruz y con violencia me detuve ante las
paredes acartonadas que en su rectitud art decó denunciaban,
en pintadas, lo que en los altares reniegan discutir.
Dos vueltas de llave en la reja, otras dos en la puerta de vidrio,
algunos escalones, otra cerradura: por fin, el departamento.
Mi propia caja de zapatos con balcón. Asomé la mirada por el
ventanal. Las ramas, florecidas en el estrépito de una primavera
tardía, me hacían invisible ante quienes pateaban las veredas.
Detrás de los capullos, una mujer, de no más de cuarenta años,
leía un libro. Una larga hilera de adoquines separaba nuestras
pieles y sin embargo, lejos de suspender la imaginación, aposté
por recrear sus movimientos. Ella, por su posición, no podía
advertir que la miraba. Su vestido de margaritas blancas tenía
un delicado escote que prometía más de lo que revelaba, por lo
que me obligaba a continuar el trabajo.
Vi cómo con su mano derecha sostenía un ejemplar indescifrable y con los dedos de la otra acariciaba sus muslos.
Acompañaba sus movimientos mordiéndose el labio inferior
y cerrando los ojos con una pausa mayor a la de un parpadeo. Las uñas excavaban hacia su entrepierna y yo sólo atiné
a tomar un lápiz para dibujar el paisaje. No pude. Después
intenté, no sin recorrer otra vez la crudeza del fracaso, amontonar palabras que contaran aquello de lo que estaba siendo
testigo. Arrebatado, caminé lentamente hacia el balcón para
apreciar los detalles que desde la sala se perdían. Un ruido la
desorientó. Se acomodó la ropa interior, se lamió los dedos y
me invitó al infinito.
Viéndose impedida mi verborragia ante la artería del destino
que, jugando otra vez con sus enroques, me quitó la última
escena, liberé las palabras que la birome tenía preparadas para
luego de la función. Fueron varias. Salían sin previo aviso: un
vómito de tinta que toma forma al contacto con el papel, pero
no sabe de métrica. El pulso latía con la fuerza de un balón que
rebota una y otra vez contra el suelo y marcaba los segundos
que alborotan las percepciones de aquello que se posa delante.
Tres páginas de una caligrafía horrenda. No pienso leer
esto. Veo, mientras intento mantener el relato, cómo mi piel
se reseca, me pesan los labios, y las pestañas son ahora alfileres. Desde los hombros, donde supo haber huesos y tendones,
brotan tallos que se deslizan hacia la espalda. Cargan capullos
que prometen flores. Sólo conservo las manos, los ojos apenas ven. Ya no hay dientes ni reconozco mi rostro. Los dedos
tocan piedra donde hace segundos había un tabique. La ventana