El Corán y el Termotanque | Tercer número | Page 3

Editorial: Erotizando el acto ¿Qué relación hay entre el sexo y el arte? ¿Cabe preguntarse por el erotismo? ¿O hacerlo ya es privarlo de su manifestación? El conocimiento es un acceso carnal, a la cultura entramos por la penetración. Es posible el sexo desquiciado, un arrebatado empellón pasional, página a página, gozosamente leída, acariciada con la vista hundida en el cuerpo electrizado que lee. Un libro, así, es un artefacto sexual. Hay algunos que hicieron gala de su erudición: supieron jactarse de haber fornicado con más de mil libros. Coger y leer, en definitiva, comparten un fundamento: ambos dependen de los relieves. Escribir, entonces, es en principio dar contorno a una silueta. Tomar la pluma, el lápiz, el pincel, es apropiarse de un cuerpo, rodearlo, volverlo una prolongación de uno mismo. Carne sobre carne que hace carne. Caso contrario, no hay orgasmo. Nos sacamos la ropa y empuñamos un arma. Otra vez, tratamos con la vida y la muerte. Matar y vivir, irse o venir, son términos de una sensación climática. El asunto es terminar matados. Matar un libro, esta revista, total después recobrará vida al volver a leerla, todo según el oxígeno que haya contenido. Para disparar, algo antes debe contenerse: para leer, hay que quedarse quieto un rato. Muerte y vida: entonces, ya no podemos divorciarlas. Estamos llenos de eso: frondosas eyaculaciones derrochadas en actos poco emocionantes; vulvas húmedas resecándose en la frustración; excitaciones contenidas; deseos sofocados con anticipación; risitas cómplices y vergonzantes; inhibiciones practicadas por décadas, siglos, ciclos geológicos. Podrían medirse las energías sexuales dilapidadas en las gimnasias diarias. Toda una fortuna de creatividad desperdiciada; empobrecimiento genital. Antes hubo quien pidió un equilibrio entre lo permisible y lo prohibido: temieron lo obsceno, lo morboso, lo vergonzante, y después estuvieron buscándose el placer encerrados en un cuarto, explorando sus pieles hasta lograr inflamarlas, sentir una fuerza desmedida. Escribir es parte de esa sexualidad: la pluma, el papel, la tinta, el lento deslizamiento de unos sobre los otros, entidades pegadas, friccionadas, intentando confundirse. Penetrarse, otra vez. La erección y la humectación, fun- didos en un texto. El escribir como acto carnal es una buena forma de tomar un libro, prestarse a ese mismo acto. Las largas parrafadas de las novelas, las historias interminablemente contadas, las imaginerías análogas, el regreso fortuito o buscado a las mismas tramas, idénticos problemas, exactos desenlaces, son también una necesidad de volver a pisar sobre lo conocido. Tanteo del terreno: pasar la mano –o cualquier superficie enardecida– sobre unas figuras. Escarbar buscando estímulos. La poesía erotiza el lenguaje. Hay erotismo en cada verso, en una palabra, en la textura sutil de un fonema, que puede ser también un gemido de placer, un deleite sonoro. Decir es erogenizar la boca con palabras. En este caso, erotismo sublingual: sentir una pizca de óxido bajo la lengua, un ambiente espeso y eruptivo, que agita, se roza, estalla. Después todo vuelve a la normalidad y otra vez, compungidos, hablamos de deseos, de libertades y de otras nostalgias. Por más que no se arrugue, la piel tendrá frío. Si no, nada funcionó. Conocemos la crueldad del que se impone, el placer exorbitado del mandato. Erotismo patronal: consiste básicamente en observar a otros contorsionarse con gestos sufridos, repetir mecánicamente estrujamientos y desmembramientos, hasta ver caer una gotita como de aceite. Aparentemente dispara una descarga pulsional que suele conocerse como tasa de ganancias. Es cuestión de lapsos: unos van excitando a los otros, intermitentemente, producen erecciones, lubricaciones, dilataciones, y se contraen, se cierran sobre su propio centro. Todo termina, como cualquier batalla, en un derramamiento. Volvemos a caer en las mismas representaciones como el que corre en círculos por sentirse ansioso pero desorientado. Conocemos las cavidades mucho menos de lo que esperábamos. Desear es, en alguna medida, extraviarse. Pero no siempre implica recorrer frenéticamente una circunferencia igual a sí misma. En cada vuelta, el entusiasmo disminuye, la pasión decrece. No se escriben dos líneas iguales; no hay dos dibujos que refieran lo mismo; no hay un libro que se lea dos veces. En fin, ya lo dijo un griego: no se puede volver a coger en un mismo lecho.