El Corán y el Termotanque | Tercer número | Page 32
HACIA
ADENTRO
Por Josum Panca
Ilustra MO.LU.SE
L
as baldosas de la calle San Martín,
llegando a Pellegrini, son una cagada. No sirven. Por
más que las camine cada mañana y sepa que debajo de
alguna de ellas se oculta un líquido espeso que arruinará mis
zapatillas, que no lavaré hasta que agonicen de mugre, nunca
logro acertar cuáles están firmes y cuáles aparentan estarlo,
aguardando que un pie distraído les vuelque su peso para desatar la explosión. Los minutos siguientes también se repiten,
lo cual desnuda los niveles de imbecilidad de quien escribe, y
camino sacudiendo las patas, como el perro que acaba de cagar
en la plaza, intentando separarme de lo que me mancha, aunque el daño ya esté hecho y deba esperar a que el sol, Dios o
alguna fuerza sobrenatural las seque y disimule su inmundicia.
Así estoy, cerca de las nueve de la mañana, puteando a los
gobernantes, al camión repositor de perfumes que sube sobre
la vereda y a cualquiera que tenga la mínima intención de
hacerme cambiar de opinión respecto de la pelotudez humana.
Cada mañana o casi todas, me pasa lo mismo, y contemplo la
vida como un ciclo de acciones que, repetidas o no, se incrustan en nuestra memoria para configurarnos el pensamiento y
recordarnos que estamos vivos, aunque esto último quizá sea
una farsa.
Una garúa, de esas que sólo sirven para hinchar las pelotas,
acompañaba la luminosidad de un sol que apenas asomaba el
hocico detrás de los nubarrones que prometían un desenlace
mucho más violento. Yo perseguía un texto del que no tenía
ni siquiera el olor y, enojado con aquello que se me atrevía,
avanzaba sin norte por las zanjas de cemento, que dividen más
cemento acomodado en bloques, donde la gente se amontona
para vivir. Habrá llegado un momento, repasé, en que se dejó
de mirar el espacio hacia los costados y con tal de pertenecer y
permanecer en un determinado punto, el hombre se propuso
conquistar el aire. Esto no es nuevo, está claro, pero lo que me
inquieta es saber si alguna vez, en esa construcción maratónica
de cajas de zapatos con balcones que pueblan el centro de la
metrópoli, alguno se preguntó a qué estaba renunciando con
tal de quedarse allí.
Desde donde estoy observo las ventanas de los departamentos que me muestran, con la censura de las cortinas, una
porción de lo que ocurre en aquellos pequeños universos que
componen cada edificio. Me gusta mirarlos. Allí están, atrapados en sus cotidianidades, ajenos al mundo que me atraviesa.
La misma sensación me provoca una escena de cine cuando la
cámara subjetiva detiene su movimiento y sólo avanzan aquellos que la rodean, dejando esa impresión de reposo y soledad
que vuelve impropios a cada uno de los que circundan esos
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