El Corán y el Termotanque | Tercer número | Page 18

L a vieja que me compró me puso Raúl. Creo que tenía un hermano que se llamaba Raúl, que se murió jovencito. La escuché hablar de eso con otra vieja, que viene a tomar el té de vez en cuando. Se llama Nelda, la vieja. Parece que antes tenía un gato, pero un día le agarró una locura y le meó todo. Tuvo que tirar alfombras, sillones. Hoy en día, cuando está húmedo, sube desde los zócalos un olor agrio. Así que me compró a mí. A veces me da un poco de miedo, porque según lo que escuché, al gato lo liquidó ella misma. Lo encontró meando una moquet (dijo así), le dio un ataque de furia y lo ahorcó. Yo, por las dudas, ando sosegado. A veces me dan ganas de mear algún rincón, o morder algún mueble, pero me controlo. Igual, la vieja, hasta ahora, me trató bien. A veces, demasiado. A mí no me gusta mucho que me anden franeleando tanto. O que me pongan ropa. Yo estoy bien así. Me tengo que aguantar que me hable como a un opa. O que me cante unas cancioncitas que inventa, en las que siempre soy yo el protagonista. Pero más que eso, no. Bueno, salvo esto otro… Recién venimos de la plaza. Me saca a pasear siempre. Me larga a correr y yo aprovecho. Ahí sí, meo donde se me canta. Y siempre hay alguno para boludear un rato. Me jode un poco que me haya puesto Raúl, porque los otros perros no tienen nombres así. Y cada vez que me encuentro con alguno, me cargan. Los perros, cuando andan en patota, pueden ser muy crueles. Una vez conocí un rottweiler al que le habían puesto Fajita. Lo que han vuelto loco a ese pobre muchacho. Y mirá que lo mirabas y te daba miedo, eh. Pero así y todo, cuando andan en patota, los que viven en la calle, se le animan a cualquiera. Como me pasó recién. Decí que Nelda tuvo reflejos rápidos y me salvó. Si no, no la contaba. Estaba corriendo por la plaza y se apareció el Negro, un flaco con cara de nada que anda siempre rodeado de cinco o seis más, que lo siguen a todos lados. Se creen los dueños del mundo. No te encuentres un hueso enterrado si están ellos, porque te cagan a palos para sacártelo. Y después lo tiran por ahí, ni siquiera es que lo quieren para mordisquear un rato. Así que, yo estaba correteando por ahí, para despuntar un poco el vicio, porque la verdad que en el departamento de la vieja no podés correr sin tirar a la mierda los jarrones o alguno de los millones de adornitos que tiene; y se me cruza el Negro. «Mirá quién vino», le dice a uno que parece que le hubieran cerrado la puerta en la cara. Un marroncito que debe haber tenido dueño, porque tiene un collar con una medallita. El marrón no le dice nada, porque son unos alcahuetes que esperan que el negro haga los chistes para reírse. «El algodón de azúcar con patas», dice. Y los imbéciles se ríen. «Hay que devolverlo al pochoclero», dice y me empiezan a rodear. Te digo la verdad, yo empecé a ladrar como loco, de los nervios. Ahí Nelda me sintió y empezó a tratar de espantarlos. Pero nada, che. Los tipos, incólumes. En una de esas, el Negro grita «Vamos a culearnos al enano». Te digo que nunca sentí un terror semejante. Me empezaron a dar topetazos y me querían montar. Algunos me mordisqueron las orejas, otros me clavaron las patas en las costillas. Decí que soy bajito, viste. Soy de esos perritos chiquitos, lanudos. De casualidad mido quince centímetros desde el piso. Ahí andaban, algunos ya con la pinga rosada y húmeda al viento, pero ninguno se pudo agachar tanto para ensartarme. Ahí apareció Nelda con un palo y los sacó cagando, por fin. La ligaron lindo algunos. Me levantó y nos vinimos al departamento. Quedé medio estropeado, todo sucio y magullado. La vieja me fue hablando sin parar todo el camino, diciéndome que no me preocupe, que ya estaba todo bien, que esos perros malos ya no me podían hacer nada. Me jode que me hable así, con la voz finita, pero te voy a decir que con el cagazo que me pegué, me sentí bastante reconfortado. Me dejó acá en la camita que me armó. Un canasto que tiene unas mantas bordadas con mi nombre. Pero me parece que se fue a buscar el guante… La vieja tiene un guante, que es como una manopla con pinchitos en la palma. Con eso me peina. A veces me da la impresión que busca cualquier excusa para peinarme. Porque, seamos sinceros, cuánto me puedo llegar a despeinar acá adentro. Pero cada dos por tres la veo aparecer con el guante. La primera vez noté que el guante tenía un agujerito por donde sacaba afuera el dedo chiquito. Me llamó la 18