El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 9

ÓLITO

LENDOR

Por Alejandro Hugolini Ilustra Francisco Toledo

R

afael y Leonardo habían llegado a Ibarlucea a media mañana con sus padres, el primo Daniel y Andrés, un chico vecino que la madre había invitado a último momento. Ella había insistido con llevarlo, aunque los hermanos no lo querían porque siempre se metía en problemas. No le tenía miedo a nada y hasta se decía que había metido un gato en el lavarropas.
— No sean malos, Andresito es un poco travieso pero buen chico—, dijo la madre cuando les avisó que lo llevarían—. Y tiene la mamá tan enferma, pobrecito. Ustedes no saben. Ténganle paciencia.
Se sentaron en un banco, a la sombra. Hacía bastante calor. Un rato más tarde los llamaron para entrar a misa. Cerca del mediodía salieron de la iglesia de Santa Rita y caminaron dos cuadras hasta el club, donde se harían el almuerzo y la kermés. En el baño, Rafael y Leonardo se pusieron vaqueros, zapatillas y una remera. Doblaron con cuidado la ropa de misa y la metieron en una bolsa de plástico
Las mujeres preparaban desde temprano la mayonesa de ave, las ensaladas y las paneras para más de trescientos comensales. Los hombres ya habían acomodado los tablones cubiertos con papel de estraza y habían repartido las sillas de madera. A un costado del salón principal, el viejo Aquiles cocinaba los pollos, solo, enfurruñado como siempre. Sólo aceptaba que le prendieran el carbón y, una vez que distribuía las brasas, cerraba una puertita de reja y no dejaba pasar a nadie. Ni siquiera a Laura, su esposa, con quien llevaban cincuenta años de casados. Rafael se asomó y observó por un momento que el viejo mojaba una rama de romero en un líquido amarillo que estaba en una palangana de metal. Con esa rama golpeaba los pollos dorados y las gotas se deslizaban y chirriaban sobre las brasas, lanzando pequeñas y olorosas humaredas. Cuando Aquiles lo vio le tiró con medio limón, pero él retrocedió y se mezcló con la gente que empezaba a entrar en el salón.
Mientras esperaban la comida, los cuatro se pusieron a mirar a los gringos que jugaban a las bochas en una cancha paralela al salón, del lado opuesto a las parrillas. Los jugadores usaban alpargatas blancas, se repartían lisas y rayadas, y medían con un fierrito las distancias para anotar con tiza, en un viejo pizarrón, los puntos de los equipos. Como habían tomado varios aperitivos, el volumen de las discusiones crecía a medida que el partido avanzaba.
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