El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 19
escote y la cara de orto por haber estacionado justo delante
de la puerta de la pensión. Encendí el auto y corcoveó dos
veces. Temí por mi vida, recé en silencio y salimos despacio.
Me preguntó por qué Diego Torres y le dije que pusiera lo
que quisiera, que elijiera alguna radio mejor. Me dijo que
tenía un disco de rock, pero que como había dejado su car-
tera en la oficina junto a la billetera, lo tendríamos que escu-
char la próxima vez. Tocó los botones del estéreo un par
de veces pero se resignó rápido y quedó una cumbia con el
volumen bajito.
Dimos vueltas sin rumbo, charlando de las cosas que
hablan los que recién se conocen. Me contó del trabajo,
que su jefe era un idiota y que quería renunciar pero no
encontraba nada. Que iba a ser actriz o psicóloga, que leía
a Cortázar –aunque se había aburrido con Rayuela– y que
odiaba los jueves porque era el día en que llegaban todos los
avisos. Me contó también cómo camuflaban los anuncios
sexuales en el diari o bajo el título de masajista o acompa-
ñante, porque por ley nacional habían prohibido el Rubro
59 y era uno de los ingresos fijos de cada edición. Así que
ahora debían buscar sinónimos que mantuvieran la oferta
para que la clientela entendiera el mensaje. Las metáforas
eran paupérrimas pero sostenían el negocio, sólo cambia-
ban el nombre de los oficios.
Giramos por la ciudad hasta que no hubo mucho más de
qué conversar. Tenía que controlar mis pulsiones emergen-
tes, pero a la vez dejar en claro que no quería ser su primo.
Tampoco podía alardear porque contaba con siete pesos y
muchas más intenciones que realidades. Debía encontrar el
punto exacto entre la acción y la posibilidad de contar con
el auto como escenario. Doblé a la izquierda y escapamos
por una avenida que después de la ruta se hizo de tierra, por
los mismos caminos en los que había aprendido a manejar.
Dejamos atrás el último poste de luz y frené. Era una zona
oscura de casaquintas, en donde no había movimiento.
Apagué el motor sin dejar de hablar y soltó una risa cóm-
plice que alivianó la situación.
Nos besamos mejor que la primera vez. Mi mano
izquierda apuró su camino por debajo de la pollera y sentí
el calor de la tela pegada a la piel. Mis dedos todavía esta-
ban fríos y suspiró por eso. El auto no cobraba alquiler, pero
tampoco prometía comodidad. Entre la palanca de cam-
bios y el freno de mano dos cuerpos se retorcían intentando
encontrarse. Sus manos se juntaban sobre mi nuca y yo me
creía el tipo más afortunado del universo. Podría exagerar
sobre el tamaño de la luna, la cantidad de estrellas o el canto
de los grillos, pero lo único que recuerdo en detalle era mi
desesperación por concretar el asunto.
De pronto un bocinazo interrumpió la noche. Un auto
nos saludó y nos cantó las cuarenta. Elegimos no mirar y
seguir. Ella desprendió el cinto y mientras me desabrochaba
la bragueta quedamos iluminados como en una película
de bajo presupuesto. Esta vez fue un camión, que también
tocó bocina. Reímos y continuamos, como si fuese un juego
que tenía que terminar mal.
Los vidrios empañados tenían los dibujos que los dedos
escriben en esos arrebatos de efervescencia corporal. Ya
estábamos desnudos, con el asiento reclinado a punto de
vencerse. Ella sobre mí diciendo un montón de barbari-
dades que prefiero obviar, cuando otra luz volvió a apun-
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