El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 11
disparo doble, apenas desfasado, cortó el aire y un aleteo de
palomas y gallinas llenó todo el patio. Rafael sintió que un
río caliente le bajaba por la pierna izquierda, mojándole el
vaquero y haciendo un charco amarillo junto a su zapatilla.
—Vengan, boludos, que anda el loco Vi centín—, dijo
Andrés en voz baja y con cara de asustado.
Se escondieron en el cañaveral y vieron que el hom-
bre caminaba por la tierra arada, bajo una luz incierta. Se
detuvo un momento, giró la cabeza en dirección a ellos e
hizo una visera con su mano para ver mejor. Rafael creyó
ver una calavera en el lugar de la cara, pero no dijo nada.
Veinte metros más adelante Vicentín se agachó, alzó la lie-
bre que había cazado y la guardó en una bolsa. Después se
alejó en dirección al monte.
Guardaron la escopeta en el galpón tratando de no hacer
ruido y salieron por el pasillo hasta la calle. Anochecía.
Empezaron a correr por la avenida, para llegar al club lo
antes posible. Cuando estaban a mitad de camino, sin decir
una palabra, Daniel le pegó una trompada en la espalda a
Andrés, que trastabilló unos metros y se plantó, desafiante.
—¿Por qué nos apuntaste, pelotudo?—, dijo Daniel,
cerrando los puños.
—Estaba aburrido—, respondió Andrés, mientras con
los ojos llorosos le sostenía la mirada.
Antes de que se trenzaran, Rafael y Leonardo los sepa-
raron y empezaron todos a caminar rápido. En diez minu-
tos vieron las primeras casas del pueblo. Bajo los faroles de
las esquinas se habían juntado cientos de sapos verdosos.
Andrés pateó uno que voló sobre un alambrado y cayó
entre los yuyos. Cuando estaban llegando vieron que toda
la gente estaba en la vereda del club, mirando al cielo. Sólo
la madre miraba angustiada para todos lados. Los vio y
corrió hacia ellos.
—¿Dónde se habían metido? ¡Me van a matar de un
susto!— les gritó, antes de preguntar si estaban bien.
Esquivó a sus hijos y a su sobrino y fue directo hacia
Andrés, que venía apenas rezagado.
—Andresito, querido—, dijo, y se inclinó para abrazarlo.
Un Andrés diminuto, desamparado, frágil, empezó a llo-
rar sobre su hombro, en silencio.
Las últimas bengalas se elevaban veloces, con un chas-
quido, curvándose y silbando en el aire, hasta estallar en
penachos verdes, rojos y azules, con insólito esplendor, para
poco después disolverse en el aire húmedo de la noche
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