El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 9

ELLA HUBIESE HECHO LO MISMO Por Leonardo Oittana Ilustra Ignacio Lázaro E reiría de lo que estoy pensando. Yo también, si pudiera, me olvidaría de mi risa para observar, como hacía siempre, la suya, tan ancha, tan despreocupada, tan viva, tan llena de todo lo que yo quería. La imagino incluso riendo en el fondo de la desespera- ción. Luciana siempre reía. Después con su sonrisa conta- giosa me hacía reír también a mí. Como en la foto. El pelo suelto y movido por el viento, largo y rubio, casi le llega a la cintura, las dos manos hacia adelante sostienen la cámara y es como si estuviesen agarrando los bordes, tiene una her- mosa camisa azul y un collar gris plata, se ríe y yo me río al lado de ella, apoyo la cabeza en el hombro, con la mano derecha le rodeo la cintura. Una vez leí que hacer reír a alguien, y sobre todo de sí mismo, es una forma sutil y des- preocupada del amor. Por eso tengo que reírme, me digo, aunque me sea casi imposible. Pienso en eso mientras dejo la foto a un costado, en el suelo. Hoy, como tantas otras veces, vine ansioso con la inten- ción de poder contarle lo que me pasó en el día. Sin hablar, sólo estando cerca y dejando que –ilusoriamente, lo sé– mis pensamientos se trasladen a ella. Siempre fue así: cuando a alguno de los dos nos sucedía algo curioso o simplemente cómico, lo primero que hacíamos era esperar el momento justo para contarnos la anécdota. Y reírnos (porque tengo que reírme más o al menos reírme un poco, me digo otra vez; Luciana estaría contenta de verme reír, de saber que me río y que algo puedo olvidar con eso). Varias veces salí corriendo del trabajo hasta su casa y ya después nos quedá- bamos juntos. Por el contrario, en otros momentos retenía la anécdota hasta una caminata nocturna o un viaje largo. Dependía del contenido. Podía ser algo que nos había pasado o algo que leímos o escuchamos. No todos los días había algo para contar, por supuesto. Pero desde hace mucho tiempo no hay mucho para contar, no hay nada. Algunos días, sentado acá en el pasillo, rodeado de mármol y flores y olor a flores, escribo algo en el cuaderno que me regaló, para apagar un poco el silencio o el ruido de las palo- mas entre los pinos cuando cae la tarde. Cae la tarde. Hay un viento frío que hela el alma. Hoy me voy a quedar un rato más. Traje el mate y unos pape- les. Quería leerle algo, hace bastante que no le regalo algún poema. Le voy a leer un poema, entonces, que yo mismo escribí para ella. Saco la hoja del cuaderno; está arrugada. La miro primero, leo por arriba. No, mejor no. Lo guardo «Guarda las lágrimas vida mía para la prosa». John Berger. l tiempo ha pasado y algunas veces me pregunto si ella hubiese hecho lo mismo, si no me habría olvidado fácilmente y estaría acá, sentada sobre las baldosas frías, rodeada de mármol, cerca de mí como yo quisiera estar cerca de ella. Por ella, por Luciana, ciertos días –como hoy, sin ir más lejos– me acuerdo de un libro de Conrad y pienso en el pro- pio Conrad, en su largo nombre escrito en la tumba con tres errores. Luciana me contaba cosas así. Lo de Conrad me lo contó una tarde de verano en el pueblo, un año antes de que todo se volviese negro. Desde ese día me persigue la idea de que mi nombre, en un futuro que ya no me importa si es próximo o lejano, esté mal escrito en la lápida y, peor aún, que los que me visiten no se den cuenta. El de Luciana está bien escrito, sin errores, sin epitafio. No tuvo tiempo para prepararlo, sólo una larga enfermedad puede otorgar ese indeseable privilegio. De tenerlo, no estoy seguro de que elegiría uno. Quizás algún poema, a ella le gustaban mucho los poemas, leía todo el tiempo, en el trabajo, en el colectivo, antes de dormir y muchas veces, para mi absoluta sorpresa, leía cuando apenas se despertaba. En el fondo, si alguna vez pensó en eso estoy seguro de que le debe haber parecido demasiado pretencioso. Dejar una frase para siempre: Luciana no pensaba en esos términos. Sea como sea, no lo sé. Ahora que lo recuerdo, el caso de Cervantes es parecido al de Conrad. El epitafio de su tumba tiene un error, una e en lugar de una i en el título de la obra de la que se saca la famosa frase «El tiempo es breve, las ansias crecen, la s esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida con el deseo que tengo de vivir». Los tra- bajos de Persiles y Segismunda, en lugar de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Esto va más allá de que la muerte en sí misma sea un error. Me pregunto qué puede ser peor para un escritor: que su nombre esté mal escrito en la lápida, que el epitafio no contenga esencialmente lo que fue su deseo o que la obra esté mal citada en la propia tumba. Luciana se 7