El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 6

le habían gustado ese tipo de perros. Un ticket de super- mercado: papas, carne picada, trapo de piso. Me pregunté si esas cosas serían las mismas que compraría si no hubiera tenido perro, o teniendo un perro sano. Lo impreciso de la muerte en una enfermedad larga, es como un martillo que golpea sobre todos los actos del presente, condicionándo- los. Hasta la lista del supermercado deja de ser inocente y casual, y pasa a ser un evento conectado, interdependiente (Papas –él es intolerante al arroz–­­­, carne –desgrasada para que no le forme alergia–, trapo de piso –porque ahora vive vomitando sobre el parquet–). De repente el viejo pareció más vivo que antes; ahora tenía historia. El animal movía la cola, lentamente, como si hubiera identificado algo a su gusto, ajeno a lo que pasaba, sin armas para interpretar los futuros y la relatividad del tiempo. Su objetivo era recor- dar de memoria las texturas para detectar dónde estaban los árboles, mantener el equilibrio suficiente para poder mearlos. Poner instintivamente una pata delante de otra (ahora doblar) y de nuevo y de nuevo y de nuevo. Llegar a la esquina y cruzar el charco de la calle que su olfato le anti- cipaba a unos metros. Confiar en las variaciones del paso del humano, confiar en la correa, confiar en que siempre todo camino termina de vuelta en su casa. tando por el aire el cuerpo del viejo, cuya atención estaba tan ocupada en ser ojos para otro, que se olvidó de sí mismo. Yo corrí a ver si aún respiraba, sin suerte. Un tipo llamó a la ambulancia; otro par se detuvo a pegarle al tipo del auto, que ahora estaba también en el piso, mezclando su sangre con la del muerto en un charco común, indiferente de su fuente. La conciencia pegándole a la conciencia. Otra vez las palabras, la idea de futuro sobrando. La conciencia, de nuevo ¿para qué? Llegó la ambulancia y un patrullero. Los golpeadores hicieron agua en su propio heroísmo y los vi desaparecer de la escena cuando empezaron a pedir testigos. Algunos sacaban fotos con sus teléfonos y repetían «¡Qué barbari- dad!», mientras las compartían en las redes sociales. Yo tiré la billetera cuando nadie me vio, y uno de los poli- cías se la guardó en el bolsillo. Cuando me detectó mirán- dolo, se acercó y me dijo: —¿Usted vio algo? No supe si se refería al accidente o a lo que hizo con la billetera y contesté, genéricamente: —Sí, vi. —Me va a tener que acompañar. De la mirada del policía salían hilos paralelos. Sentí cierta desnudez y comencé a hacer un recuento mental de lo que llevaba encima, en la cartera. Tenía la billetera con 240 pesos, dos monedas de cincuenta y tres de veinticinco centavos. Los lentes de sol, las llaves y otra lista del super- mercado, más casual: cien gramos de jamón, cien de queso, pan, cerveza. Un celular con 20% de batería. No tenía el dni. Desvié la mirada y me encontré con el muerto. La mano del viejo seguía enredada en la correa, y