El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 46
Novela por entregas
Capítulo xix
1967
El piano esforzado de la orquestra improvisaba cuando Barla se alejó de la plaza hacia la
comisaría, caminando con paso acompasado. Mientras tanto, ¿qué sucedía con todo esto que
se disgrega? Las nubes corrían, femeninas, en el cielo de ese negro abundante que nos des-
pierta y del que nadie dice nada. En la radio, noticias hablaban de puentes y muertos. ¿Quién
se ocupa de la belleza desapercibida en las trompetas solas y las plazas vacías? Aquí transcurre
así: un policía de casi cuarenta años camina por una plaza de pueblo en los sesenta. Suena
un tango y el policía cruza una plaza en un pueblo, cuyo nombre velado es multiplicidad de
otros nombres. La vida ha demostrado ser, dentro tuyo (lector), más de una vez, una can-
ción que cualquiera interpreta. Ahora este policía camina por la plaza y hay pinos, oscuros,
impasibles, edificios de palomas. Y en ellos la noche es noche y eso, ya, es un montón. O la
perdición inexacta que se llama poetizar la vida y bajo ese absurdo ampararse. A Juan Manuel
Cerro lo rodearon con dos autos y cinco personas. Estaba borracho y la pared sobre la que
se apoyó, mientras lo agarraban, estaba húmeda como algo recién muerto. Se sacudió varias
veces con esperada violencia. Otra violencia más precisa se ocupó de aplacarlo. Lo llevaron
a la comisaría y en una celda sin rasgos disímiles lo guardaron. Barla no hizo nada y luego se
fue a su cuarto, unos pocos metros más atrás. Pensó en su regreso a la ciudad, en las esquinas
inmodificables y el olor a café inherente de las mañanas. No podía dormir, aburrido. Cuando
volvía del baño, cruzando el patio que lo separaba de su cuarto temporal, el cielo negro estaba
con el color justo para ser llorado junto a una casa sola en un pueblo vacío. Pero no hubo una
lágrima ni una aproximación a algún tipo de nostalgia. Sólo la noche y el tiempo que no se
ocupa de nada más que de sí mismo.
Capítulo xx
1967
Se presentó y le pasó una jarra con agua por entre los barrotes de un negro despintado. Era
domingo y la comisaría estaba en silencio. El nuevo preso recién despertaba, su cara guardaba
una sola expresión seria, inalterable. El policía miraba para afuera, apoyándose en la pared.
Desde el pasillo por el cual se entraba a la única celda del lugar podían verse, a través de los
vidrios de la puerta, un pedazo del camino de tierra y luego, más allá, los verdes cercanos
superponiéndose a innumerables otros, lejanos.
—Está hasta las bolas Cerro, a la tarde el comisario le va a tomar testimonio. Lo mejor que
puede hacer es confesar todo. Acá están haciendo fila para cagarlo a palos. Confiese y listo.
En una semana está en la cárcel de Zeballos, solamente le pegaran un poco en el viaje—. Lo
decía con calma, sin mirarlo. Detrás de los barrotes, sentado en el colchón viejo, el Negro
callaba. Barla se acercó a los barrotes y su tono de voz cambió lentamente, mientras hablaba
se hacía más intimo, más suave. —Sos medio boludo vos, ¿no? Te pones en pedo y andas por
ahí como si nada. Pensé que iba a ser más difícil agarrarte. Conozco unas mierdas de allá
que se la van a pasar muy bien con vos con esos cargos con los que entrás. No va a ser muy
diferente a como te gusta a vos, una mujer indefensa, con miedo, en una pieza. A no ser que
te defiendas un poquito, ahí te va a doler más—. Lo miró esperando una palabra, un quiebre,
una excusa o un perdón. Pero nada. Se alejó hacia adentro de la comisaría y volvió con una
llave en la mano. El negro lo miró con un poco de sorpresa cuando abrió la puerta de la celda.
—El primero de la fila soy yo—, dijo Barla mientras su mano bajaba dura, certera, sobre la
cara. Una, dos, tres veces. No hubo respuesta alguna, sólo se sentó contra la pared. —Empezá
por Estela Cinzas, el año pasado, dale, hablá—. El Negro no llegó a sonreír, pero su boca se
estiró para que sus labios parezcan una herida que se abría sola:
—No sabés cómo le gustó
Continúa en el próximo número
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