El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 26

más larga de todas. El sol por las ventanas invitaba a destruir la pared a cabezazos para recibirlo en su esplendor. Para recibirlo brevemente, porque lo bueno y breve es dos veces bueno, y lo mejor del sol era que se ocultaba a diario. Y lo mejor de las siestas es cuando las paredes impiden la entrada del sol, pero una caprichosa persiana deja que unos minúsculos rayos se reflejen en la habitación, tan sutilmente que invitan a seguir durmiendo.
La última hora, la fatal. Es lógico, el final está más lejos cuanto más cerca está. Es la lógica de la juventud. El tiempo, los minutos y las horas son sólo un reflejo, una extensión mejor dicho de nuestros años jóvenes. Juventud, divino tesoro. Quizás es por eso que el tiempo es oro. ¿ No están hechos de oro los tesoros? Media hora. El diagnóstico estaba completo. Sólo quedaba imprimir. El camino a la impresora fue marcado por dos pensamientos: una parada más y el regreso a casa sería realidad. Y por otro lado: ¿ En dónde estaba nadando? Eso no era agua. Cuarto de hora, el diagnóstico ya estaba sobre la mesa de su jefe, quien, otra vez ausente, no pudo regalarle su tercio de sonrisa. La próxima parada era el curso de capacitación. Antes, media hora para repasar y, de paso, merendar. Entre té y unas monocromáticas fotocopias de un aburridísimo sujeto que hablaba vaya uno a saber sobre qué cosas de organizaciones y gestión, pasaba la merienda. La modorra post-siesta, esa que nunca se tomó, era violenta. Bostezaba aproximadamente dos veces por minuto. Con el cerebro saturado de oxígeno, se levantó algo mareada de la silla y salió hacia el instituto de las siglas que nunca supo qué significaban.
Lo bueno del curso era que las horas ocupadas se veían reflejadas en el salario final. Lo malo era que no sabía para qué estaba siendo capacitada. Pero siempre es bueno agregar hojas al currículum, ¿ no? Birome en mano, anotaba lo poco que su mente le permitía comprender: merchandising, management, marketing, etcétera. Sus compañeros de curso eran una incógnita. Nunca había cruzado con ellos más que las palabras estrictamente necesarias. Tal vez fuera cuestión de energías y una inédita inteligencia de los cuerpos impedía el contacto indeseable con toda esa bola de yuppies. A finalizar las dos horas de curso la mente estaba tan vacía como las palabras que anotó, pero lo que seguía era realmente reconfortante: la vuelta a casa, el encuentro con su pareja y, por supuesto con su cama.
Teléfono. Ágape con los compañeros de trabajo de él. Ascenso de alguien. Ya no tenía fuerzas para quejarse. Lo único que salió de su boca fue, tal vez porque su cuerpo le pedía expulsar mayor negatividad, ¿ ágape?, pero qué palabra más pelotuda, van a comer y punto. Sin embargo, nada más lejano, si tan sólo implicara comer, no sería una variación de lo que tenía planeado. El ágape implicaba no volver a su casa por vaya una a saber cuántas horas más. Implicaba saludar a la gente, hablarles, comentarles cosas de la vida de una que no tiene ganas de comentar, implicaba sonreír cada cierto tiempo o comentarios. Un mundo de esfuerzos que, por una cosa o por otra, ya no estaba en potencial de recriminar ni a su marido, ni a sus compañeros, ni a su jefe, ni a su madre por haberla traído a este mundo. Era simplemente así y a otra cosa. Todo comportamiento social fue cumplido con lo justo, y con menos también. Porque a veces la sonrisa se parecía más a un estoy a punto de estornudar que a otra cosa. Y la actualización de estado se reducía a un, todo bien y vos, y escuchar la larguísima respuesta del increpador deseoso de hacer cómplice de su vida al otro.
Una de la madrugada. Por fin emprendían el camino a casa. En un extraordinario esfuerzo de empatía, su pareja había rechazado la invitación de sus compañeros a seguir de copas. ¿ Si esto no es amor, el amor dónde está? El taxi no se demoró más de unos minutos. Una vez arriba, cayó sobre el hombro su marido, quien, afortunadamente, se hizo cargo de la charla con el chofer. Dormitaba. Sus ojos estaban cerrados y su cerebro en estado de suspensión, aunque no de reposo. Podemos decir que la situación era la misma de la mañana, pero bien podemos decir todo lo contrario, porque ese estado de suspensión no era nervioso. Su cabeza casi saboreaba como un manjar el encuentro con la almohada. Sí, estaba nadando. Y era agua, pero para nada potable. No era agua de río ni de mar. Era todas las aguas y ninguna. Estaba completamente putrefacta. Repleta de basura, de sobras, de desperdicios humanos y de los otros. Finalmente había sucedido, el caño de desagote del mundo se había tapado. Reventó, simplemente ya no lo soportó. Inexplicablemente su cuerpo se había adaptado, en parte, a la sumersión. Nadaba durante horas bajo las aguas de este mar convertido en podredumbres, pero su cuerpo no se había acostumbrado al asco. Si no vomitaba era simplemente porque para eso debía abrir la boca y lo que podía penetrar en su cuerpo era aún más desagradable. No estaba sola, estaba acompañada, pero de anónimos. Los nados la llevaban de barranco en barranco; se sostenía unos minutos de sus rocas y una nueva inmersión en busca de una isla, de un descanso. La situación era desesperante. Nadaba ya por el sólo hecho de nadar, quedarse quieta era morir, pero no se podía decir que aquello era vivir. Tal vez un día, o tal vez meses pasaron porque, cuando al fin encontró la isla, la recibieron con lágrimas en los ojos. La creían perdida. Estaban los afectos y otros desconocidos. El espacio era pequeño, cientos o miles de personas pululaban en una playa de aguas un poco más limpias. Casi no flotaba basura allí, aunque no se podía decir que era como el agua que alguna vez, tiempo atrás, conoció. El fondo de aquello que podemos llamar isla era de rejas de hierro. Tras las rejas se podían ver los restos de lo que antes llamaba mundo, el mar podrido lo tapaba casi todo, sólo alguna que otra estructura flotaba lentamente, sin dirección.
El descanso no era prometedor, había hecho apenas una parte del viaje. Miró a sus padres y preguntó qué había tras el horizonte. No obtuvo respuestas. Preguntó si alguna vez el mundo volvería a ser lo que alguna vez fue. No obtuvo respuestas.—¿ Estuvo lloviendo desde que están acá?— Poco. Indudablemente, aún no estaba en casa. ¿ Podría el agua volver a ser cristalina?
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