EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA El coronel no tiene quien le es - Gabriel Garcia M | Page 5
Prólogo
Cuando leí El coronel no tiene quien le escriba tuve la sensación de reconocer el
pueblo innominado en que se desarrolla la acción de la novela, cuya primera
edición en la colombiana revista «Mito» data de 1958. El caso es que, no mucho
después de esa lectura, cuando yo vivía en Bogotá, realicé una travesía por el río
Magdalena en un vapor propulsado por ruedas de paletas, desde
Barrancabermeja, en la zona selvática de Casabe, hasta la mar caribe de
Barranquilla. Las sucintas descripciones del espacio físico en que enmarca García
Márquez su novela, coincidían por algún razonable motivo con uno de esos
pequeños puertos en que recalaba, fugazmente mi barco. Aunque el narrador no
proporcione ninguna pista, llegué a convencerme entonces de que el pueblo en
que el coronel esperaba la carta que nunca llegó era Magangué, una especie de
balcón fluvial de las sabanas de Bolívar, no lejos ya del Atlántico. Tampoco es que
esa localización suponga ningún dato relevante, pero me agrada ese presunto
hallazgo del lugar desapacible en que malvivía aquel viejo ex combatiente
revolucionario. Las imágenes portuarias, la presencia sensible del río, las callejas
una y otra vez recorridas por la triste figura del coronel, ese «laberinto de
almacenes y barracas con mercancías de colores en exhibición», remitían sin
duda al puerto fluvial de Magangué, por donde yo anduve justo cuando El coronel
no tiene quien le escriba se publicaba en libro (Medellín, Aguirre, 1961). Incluso
es muy posible que me cruzara con el coronel durante alguno de sus obstinados
paseos hasta el muelle para vigilar cada viernes, a lo largo de más de un cuarto de
siglo, la llegada de la lancha del correo.
Después de algunos cuentos y reportajes publicados a partir de 1947 y de la
novela La hojarasca (Bogotá, Ediciones S. L. B., 1955), viene por su orden
cronológico El coronel no tiene quien le escriba. Si bien García Márquez aún no
había alcanzado el general reconocimiento que le deparó Cien años de soledad
(Buenos Aires, Sudamericana, 1967), ya estaban ahí estabilizados sus más
reconocibles modales estilísticos. La dinámica expresiva, la agudeza de la
adjetivación, la atractiva estructura del texto, avisan —o son una consecuencia—
de las mejores trazas narrativas de García Márquez. Pero en El coronel no tiene
quien le escriba hay como una limpieza retórica muy especial, como si la poética
de su autor no se hubiese perfeccionado todavía con el uso. La novela supone, en
efecto, un acabado modelo de sencillez, de naturalidad discursiva y hasta de
inocencia verbal. Montada sobre unos aparejos literarios extremadamente
simples, todo queda sujeto a la pericia del narrador para dotar al texto de unas
persuasivas recetas léxicas y sintácticas y mantener constantemente en vilo la
atención del lector. Incluso se podría hablar de esa rara astucia de que se vale
García Márquez en el suministro de sorpresas expresivas y en la escueta