eclectic Junio 2013 | Page 34

Los dos vectores de la música que tradicionalmente más han arraigado en los oyentes son los relacionados con la producción de resortes identitarios y la creación del sentimiento de pertenencia al grupo. La tribu urbana es un ejemplo paradigmático que aúna disfrute hedónico e identificación con el clan. Yo siempre he defendido que somos la música que escuchamos antes de cumplir los veintitantos. Somos la música que paladeamos cuando la música es un potente proveedor de identidad y nosotros estamos en una edad permeable y porosa, una edad en la que ansiamos encontrar puntos cardinales para nuestra vida. Hay una prueba muy ilustrativa que avala esta hipótesis. Cada vez que se publican en revistas musicales esas listas de los cien mejores discos de la historia, o las cincuenta mejores canciones del pop rock español, siempre coincide que los discos que trepan a los lugares más privilegiados de la lista son aquellos que se editaron cuando los críticos que participan en el escrutinio estaban transitando de la adolescencia al mundo adulto, de la impredecible juventud a una vida mucho más pautada. Hagan la prueba.

Desgraciadamente estos vectores congénitos a la música están en pleno proceso de evaporación. La hipertrofia de estímulos culturales y la multiplicidad de fuentes de abastecimiento que proporciona el e-mundo están provocando que los actuales aborígenes digitales no encuentren en la música ni identidad bien enraizada ni la vieja adhesión tribal. Las canciones contemporáneas se están encontrando ya con muchos problemas para alojarse en el imaginario colectivo, para entrar a formar parte de un argumentario generacional. El impacto emocional de un estímulo correlaciona con la competencia de estímulos afines, pero también con su accesibilidad. Cuanto más accesible es un estímulo más evanescente es su impacto. En la contemporánea economía de la atención un disco pugna por hacerse con la atención de un oyente que tiene a su disposición en menos de un minuto cualquier álbum editado en el planeta Tierra. En su adolescencia, las personas que ya han soplado más de cuarenta y cinco velas –los emigrantes digitales– disponían de seis o siete discos para disfrutarlos durante una buena temporada. La profundidad de la inmersión emocional en aquellos discos no admite parangón con la que pueda darse ahora. Hoy un adolescente puede hacerse con seis o siete discos al día. O más.

En este artículo de opinión, Josemi Valle reflexiona sobre las nuevas formas de escuchar música, cuando la oferta de música gratuita ha provocado que ésta pierda su capacidad de penetración, pues “cuanto más accesible es un estímulo más evanescente es su impacto

Cada vez se oye más música, cada vez se escucha menos

Por: Josemi Valle