EL SUEÑO DE LOS 9 AÑOS
En la vida de San Juan Bosco (escrita en 19 volúmenes llamados Memorias Biográficas), se narran 159 sueños de este Santo.
Al principio él no les daba mayor importancia, pero luego se fue dando cuenta de que lo que en sus sueños veía o escuchaba se cumplía después con maravillosa exactitud, y empezó a narrarlos a sus discípulos de mayor confianza. No había pensado escribirlos, pero el Sumo Pontífice Pío IX, al darse cuenta del mucho bien que estos sueños podrían hacer a la gente, le mandó terminantemente que los escribiera.
El Santo decía: “He llegado a convencerme de que a veces la narración de un sueño de éstos les hace mayor bien a los oyentes que un sermón”. Y en 1886, dos años antes de morir, al oír que su gran amigo el Padre Lemoyne le decía: “Muchos de sus sueños se pueden llamar “Revelaciones de Dios”, Don Bosco exclamó: “Así es, son revelaciones de Dios”.
Lo que más impresionaba a los que le escuchaban a San Juan Bosco narrar los sueños que había tenido, era el constatar poco tiempo después cómo se iba cumpliendo a la letra todo lo que en el sueño le había sido avisado que iba a suceder.
Cuando a mitad del siglo XX fue fundada la ciudad de Brasilia, los constructores quedaron admirados al constatar que ellos sin habérselo propuesto, fundaron la ciudad en el sitio exacto donde la vio Don Bosco en sueños 70 años antes. Y otro tanto sucedió en Argentina cuanto encontraron pozos de petróleo donde nadie imaginaba, pero donde los había visto en sueños nuestro Santo.
Tuve por entonces un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida. En el sueño me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego. Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí, en medio de ellos para hacerlos callar a puñetazos e insultos. En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, notablemente vestido. Un blanco manto le cubría de arriba abajo; pero su rostro era luminoso, tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme al frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras: – No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a éstos tus amigos.