juegan a la brisca, en un grupo de diez. Una brisca de diez con una sola baraja puede parecer
extraña. Me doy cuenta de que a ellas las encanta el juego rápido y trepidante, sin opciones
a grandes estrategias, pero con una suerte de ciencia que no está al alcance de todo el
mundo. Allí están las líderes de los dos equipos, las que organizan el juego, y las comparsas,
más relajadas. Todas se mantienen alerta, discuten, hacen bromas, olvidan sus penas, o las
cuentan, se enemistan o amigan, analizan la vida del pueblo y sus habitantes…
Siento que alguien invisible pasa mientras ellas juegan, tamborilea en los cristales, sa-
luda sin que se den cuenta y recoge un recuerdo para la eternidad. Tanto en las tardes más
frías del invierno como en las deliciosas del mes de junio, con los vencejos atravesando el
cielo azul, así jueguen en su centro particular o hayan formado su corro en la calle. Todo se
convierte en una fotografía: en el exterior se ve un hombre que se aleja solitario por la ca-
rretera, con un mono azul, y aire meditabundo; otros hombres están sentados en un banco
y mantienen una conversación que se sabe intrascendente; el cielo es azul claro; y en el
centro de la escena las mujeres, que lo observan, lo comprenden todo, y a la vez se afanan
en sí mismas… No sé qué me obliga a mirar a mi alrededor, quizás ese misterio que ocurre
pero no sé ver con claridad, eso que intuyo es… no sé, que hay alguien que nos mira…
Montse Díaz Miguel
Jesús San Eustaquio