Naipes
Todo se puede resolver en un juego de cartas. Cada acto de la vida tiene su correlación:
triunfos, derrotas, estrategia, argucias, trampas, perder, ganar… Lo aprendí de pequeña.
Apenas había empezado a andar cuando entraba gateando debajo de la mesa en la que es-
taban sentadas en corro las mujeres jugando a la brisca. Un bosque de piernas, carne tras-
lúcida y blanda, se ofrecía a mi exploración. Observaba todo: los zapatos, las ligas, los bordes
de las faldas gruesas, los muslos separados que me permitían ver las bragas blancas de
felpa, ofrecidas displicentemente, merced a la costumbre y la comodidad.
Salí de debajo de la mesa y me senté en un sofá de madera con el colchón de lana.
Junto a mí se sentaban otras niñas, que soportaban en sus tiernas manos las cartas que las
correspondían. Quedábamos los domingos, en tardes aburridas, en un pueblo sin mayor
oferta, para jugar a las cartas, como hacían las mujeres adultas. Jugábamos al julepe. Ha-
bíamos aprendido la simbología y las reglas, y estábamos practicando. Si me esfuerzo un
poco puedo recordar cada partida, cada jugada o lance… Las reuniones servían para sentir-
nos parte de un grupo, pandilla, sociedad. ¡Pobre la niña que no tuviera grupo para jugar
los domingos¡ ¡no jugaría jamás a las cartas, ni a ninguna otra cosa en su vida! Jugábamos
dinero, moneditas, céntimos, al igual que hacían nuestras madres… De esta forma se iba
formando nuestra personalidad. Un esfuerzo más de la memoria y puedo precisar el carácter
de aquéllas amiguitas: sus miedos, envidias, manías, generosidades; decir que las conozco
como nadie, mejor que nadie, aunque a estas alturas de la vida haya poco más que estos
recuerdos entre nosotras.
Los hombres acostumbraban a jugar en el bar al mus. Yo había aprendido las reglas
del mus mirando por encima de la cabeza de los hombres. Así empecé a asociar los reyes
con los treses (en mi pueblo se jugaba de esta forma), los doses con los ases, parejas, me-
dias y duples, a contar de 10 en 10 las figuras y a ansiar tener 31. Cuando fueron a ense-
ñarme formalmente la reglas del mus me di cuenta de que ya las sabía.
He jugado a las cartas incontables veces en los años de mi vida, en familia, con amigos,
en partidas memorables… Sé que soy tímida y reservada, pero que si debo apostarlo todo
cuando lo considero justo no me arredro, lo hago con convencimiento, asumiendo el riesgo
y la posible pérdida. Podría apostar la vida de igual forma.
En fin, reconozco que ahora me interesa más la filosofía del juego que su práctica, lo
que le rodea, como aquellas gruesas piernas blancas que veía en mi primera infancia. Ahora,
cuando voy de visita al pueblo, me gusta sentarme junto a esas mujeres (son otras, son las
mismas, son las pocas que quedan, en un pueblo que parece no renovarse), que en corro