―Ningún ejemplo mejor de ese mile-
narismo que los actos de lucha y propa-
ganda
contra
el
cambio
climático
protagonizados por los activistas de la cosa
y, en general, por los sectores más concien-
ciados de la sociedad, como se denominan
ellos mismos ―dijo, en tono de apostilla, el
discursante.
―Lucha sin derramamiento de sangre,
y concienciados en el sentido de intoxicados,
no de convencidos ―matizó el otro.
―La reducción de la superficie helada
de los polos con el consiguiente aumento del
nivel del mar y el desplazamiento de las
zonas costeras tierra adentro, incremento de
la frecuencia de fenómenos meteorológicos
extremos, alteración de los flujos de circula-
ción de las corrientes marinas…
―Ya. ¿Y eso no se habría producido de
no darse la circunstancia del aumento de la
concentración de gases de efecto inverna-
dero? ¿No eran estos gases, junto con los en-
tonces CFC famosos que hacían disminuir la
capa de ozono, los que en los años setenta y
ochenta, de acuerdo con las apreciaciones de
los mismos ecologistas que hoy en día, y, si
no de los mismos, de sus parientes, también
apoyados por la “comunidad científica”, esta-
ban haciendo que disminuyera la tempera-
tura media de la atmósfera, vaticinándose
una inminente edad del hielo para los albores
del año 2000? ¿Cómo lo explicaban enton-
ces? Por el “efecto sombrilla” de los gases de
que se trata, que atemperaban los rayos so-
lares que incidían sobre la atmósfera, cau-
sando,
lógicamente,
su
paulatino
enfriamiento.
a esta concepción del milenarismo, se si-
tuaba la de un sector de la ciencia, engro-
sada por gentes biempensantes, que veían
en esas profecías del Apocalipsis una opor-
tunidad para corregir los errores que, su-
puestamente, iban a llevar a la humanidad
a su extinción. Por último, estaba el milena-
rismo de quienes, no creyendo en él en ab-
soluto, lo utilizaban para amedrentar a la
gente y doblegar su voluntad, con el callado
propósito de obtener rendimiento político y
económico; ese milenarismo vocero y mani-
pulador que a Abundio, a los dos Abundios
en realidad, le causaba asco.
―Bien traído ―reconoció el que ahora
llevaba la el peso de la conversación, para
retomar seguidamente el argumento princi-
pal―. Cambio climático causado por el de-
senfreno productivo y consumista del
hombre, al decir de los ecologistas, sustan-
ciado en el calentamiento de la atmósfera
como consecuencia de una excesiva acumu-
lación de gases de efecto invernadero. ―¿Y qué pasa, que el “efecto sombrilla”
ha desaparecido por arte de magia, o qué?
―¿Y en cuánto se cifra ese calenta-
miento? ―“¡Negacionista!” ―me escupirían. En
la misma tesitura musical que en otra época
los agentes de la Inquisición exclamaban
“¡Anatema!” o “¡Sea anatema!”.
―Aquí es donde empiezan las discre-
pancias. Hay fuentes que dicen que, desde
el comienzo de la era industrial, la tempera-
tura ha aumentado 0´6 grados de media,
registrándose un aumento mayor en los
polos y en el arco mediterráneo. Las hay, sin
embargo, que afirman que el aumento
medio ha sido de un grado; otras, de uno y
medio; y las más alarmistas hablan hasta de
dos.
―¿Con qué consecuencias?
―¡Ah! Pregúnteselo al colectivo ecolo-
gista y a la “comunidad científica”.
―No, que ya sé la respuesta.
―Ah, ¿sí? ¿Cuál?
―¡Cómo que negacionista! En absoluto.
El clima cambia. Ningún día es igual a otro.
Tampoco en lo que al clima se refiere. ¿Que
hasta ahora se habían podido establecer ci-
clos climáticos de duración variable…? Re-
cuérdense los ciclos bíblicos de los siete
años: siete de vacas gordas seguidos de
otros tantos de vacas flacas; los ciclos sola-
res que tienen lugar aproximadamente cada
once años, un ciclo de subida de la actividad