―¡Joder, Abundio! No es por nada, pero
hay momentos en que tengo la impresión de
que me estuviera leyendo la mente ―lo inte-
rrumpió su interlocutor―. Al hilo de lo que
acaba de referir, la explicación de que en las
generaciones más jóvenes hayan cundido
todas las alertas probablemente radique en
que, pretendiendo vivir a costa de la herencia
recibida tan bien como ahora mismo, no vean
claro que vayan a poder heredar porque,
antes, se vaya todo a la mierda. Ha cundido
en ellas el miedo del avaro, más imaginario
que real. Son egoístas, tremendamente
egoístas.
―Me lo acaba de quitar de la boca ―
dijo. Y, sin solución de continuidad―: Res-
pecto de lo que ha manifestado hace escasa-
mente un minuto… Me sucede lo mismo que
a usted: hay momentos… bueno; momentos,
no; en todo momento, tengo la impresión de
que está usted leyéndome la mente.
de huerto propio; y a beber en grupo de una
misma botella, por camaradería y espíritu
economizador. Lo cual no es óbice para que,
tras de sí, dejan toneladas de basura que tie-
nen que recoger los servicios municipales de
limpieza. Además, no tienen ningún empacho
en llenar de chafarrinones los bajos de los edi-
ficios, y la fachada toda si se tercia, los puen-
tes, túneles y otras obras de ingeniería, los
transportes públicos, las lunas de los escapa-
rates, los edificios artísticos, los monumen-
tos… en aras de favorecer una cultura popular
y callejera. Cierto es que algunos grafitis son
auténticas obras de arte, pero son, con infinita
diferencia, los menos. En su lucha por mejorar
el mundo, no es raro verlos enganchados a
algún dispositivo electrónico para jugar a todo
tipo de videojuegos, o bien para enviarse
mensajes intrascendentes. Y cuando se ponen
estupendos, en aras de aliviar las emisiones
de gases de efecto invernadero, se montan
en bicicletas, patinetes y otros artilugios eléc-
tricos… como si las baterías, una vez acabada
su vida útil, no constituyeran uno de los resi-
duos más contaminantes… Se montan en
esos aparatos eléctricos, decía, cada vez
menos en bicicletas normales, para despla-
zarse dentro de los núcleos urbanos, a veces
por los pocos carriles habilitados a tal efecto;
pero, en la mayoría de las ocasiones, por las
aceras y otros espacios peatonales, con el
consiguiente peligro para los viandantes. Ya
son varios los accidentes contabilizados, al-
gunos con resultado de muerte… En defini-
tiva, que contribuyen como los que más a la
contaminación de la atmósfera y a la degra-
dación de continentes y océanos, pero, eso sí,
escenifican toda clase de protestas contra los
Gobiernos, los organismos internacionales,
las multinacionales, por no actuar de manera
sostenible y conservacionista. Y Gobiernos,
instituciones y empresas hacen falso propó-
sito de la enmienda para, dándoles coba, po-
nerlos de su parte. Pero ¿están ellos
dispuestos a abandonar a su forma de vida
por la salvación de planeta? ¿O es que lo que
pretenden es que sean los demás los que
abominen de un estilo de vida que difiere
poco o nada del de ellos? No son conscientes
de que los demás somos todos menos el su-
jeto creído de que alberga tal idea en exclu-
siva, cuando, en realidad, es una idea que
anida en todo individuo.
La conversación viró de pronto y de
nuevo hacia el hastío existencial por parte de
uno de los Abundios. Estaba asqueado. De
todo; en especial, de la gente. Tanto de los
voceros que anunciaban catástrofes de todo
tipo, punteando arbitrios seguramente inanes
y dictando la conducta del conjunto de la so-
ciedad para mantenerla sojuzgada, como de
la buena gente, por crédula y servil. Nada
nuevo bajo el sol. Milenarismo. Esa creencia
que auguraba la llegada del fin del mundo en
el año 1000 de la era cristiana y que, desde
entonces, había venido aireándose cada
cierto tiempo, con la introducción de varian-
tes interesadas en su formulación. Su versión
original, no obstante, aseguraba que la se-
gunda venida de Jesucristo iba a instaurar un
reino de bienestar material y espiritual en la
Tierra para los justos durante un milenio, al
final del cual los buenos recibirían el premio
del cielo, y los condenados, el castigo del in-
fierno. A este respecto, salió a relucir Fer-
nando Arrabal, milenarista de corazón y
vocación, que, al parecer, había afirmado en
su día, iluminado por una copa de Chinchón
de no menos de medio litro, que el tiempo
del Apocalipsis estaba próximo para alegría
de los pobres del mundo y de “la minoría si-
lenciosa”, que era “católica, fea y sentimen-
tal”, también constituida por pobres. Frente