culdbura nº 14 Culdbura nº 14 | Page 72

―¡Joder, Abundio! No es por nada, pero hay momentos en que tengo la impresión de que me estuviera leyendo la mente ―lo inte- rrumpió su interlocutor―. Al hilo de lo que acaba de referir, la explicación de que en las generaciones más jóvenes hayan cundido todas las alertas probablemente radique en que, pretendiendo vivir a costa de la herencia recibida tan bien como ahora mismo, no vean claro que vayan a poder heredar porque, antes, se vaya todo a la mierda. Ha cundido en ellas el miedo del avaro, más imaginario que real. Son egoístas, tremendamente egoístas. ―Me lo acaba de quitar de la boca ― dijo. Y, sin solución de continuidad―: Res- pecto de lo que ha manifestado hace escasa- mente un minuto… Me sucede lo mismo que a usted: hay momentos… bueno; momentos, no; en todo momento, tengo la impresión de que está usted leyéndome la mente. de huerto propio; y a beber en grupo de una misma botella, por camaradería y espíritu economizador. Lo cual no es óbice para que, tras de sí, dejan toneladas de basura que tie- nen que recoger los servicios municipales de limpieza. Además, no tienen ningún empacho en llenar de chafarrinones los bajos de los edi- ficios, y la fachada toda si se tercia, los puen- tes, túneles y otras obras de ingeniería, los transportes públicos, las lunas de los escapa- rates, los edificios artísticos, los monumen- tos… en aras de favorecer una cultura popular y callejera. Cierto es que algunos grafitis son auténticas obras de arte, pero son, con infinita diferencia, los menos. En su lucha por mejorar el mundo, no es raro verlos enganchados a algún dispositivo electrónico para jugar a todo tipo de videojuegos, o bien para enviarse mensajes intrascendentes. Y cuando se ponen estupendos, en aras de aliviar las emisiones de gases de efecto invernadero, se montan en bicicletas, patinetes y otros artilugios eléc- tricos… como si las baterías, una vez acabada su vida útil, no constituyeran uno de los resi- duos más contaminantes… Se montan en esos aparatos eléctricos, decía, cada vez menos en bicicletas normales, para despla- zarse dentro de los núcleos urbanos, a veces por los pocos carriles habilitados a tal efecto; pero, en la mayoría de las ocasiones, por las aceras y otros espacios peatonales, con el consiguiente peligro para los viandantes. Ya son varios los accidentes contabilizados, al- gunos con resultado de muerte… En defini- tiva, que contribuyen como los que más a la contaminación de la atmósfera y a la degra- dación de continentes y océanos, pero, eso sí, escenifican toda clase de protestas contra los Gobiernos, los organismos internacionales, las multinacionales, por no actuar de manera sostenible y conservacionista. Y Gobiernos, instituciones y empresas hacen falso propó- sito de la enmienda para, dándoles coba, po- nerlos de su parte. Pero ¿están ellos dispuestos a abandonar a su forma de vida por la salvación de planeta? ¿O es que lo que pretenden es que sean los demás los que abominen de un estilo de vida que difiere poco o nada del de ellos? No son conscientes de que los demás somos todos menos el su- jeto creído de que alberga tal idea en exclu- siva, cuando, en realidad, es una idea que anida en todo individuo. La conversación viró de pronto y de nuevo hacia el hastío existencial por parte de uno de los Abundios. Estaba asqueado. De todo; en especial, de la gente. Tanto de los voceros que anunciaban catástrofes de todo tipo, punteando arbitrios seguramente inanes y dictando la conducta del conjunto de la so- ciedad para mantenerla sojuzgada, como de la buena gente, por crédula y servil. Nada nuevo bajo el sol. Milenarismo. Esa creencia que auguraba la llegada del fin del mundo en el año 1000 de la era cristiana y que, desde entonces, había venido aireándose cada cierto tiempo, con la introducción de varian- tes interesadas en su formulación. Su versión original, no obstante, aseguraba que la se- gunda venida de Jesucristo iba a instaurar un reino de bienestar material y espiritual en la Tierra para los justos durante un milenio, al final del cual los buenos recibirían el premio del cielo, y los condenados, el castigo del in- fierno. A este respecto, salió a relucir Fer- nando Arrabal, milenarista de corazón y vocación, que, al parecer, había afirmado en su día, iluminado por una copa de Chinchón de no menos de medio litro, que el tiempo del Apocalipsis estaba próximo para alegría de los pobres del mundo y de “la minoría si- lenciosa”, que era “católica, fea y sentimen- tal”, también constituida por pobres. Frente