―¿Qué sentido tiene entonces hablar
de un derecho universal para hombres y
mujeres, cuando, realmente, solo favorece
a los menos, a los que ya gozan de una
mejor situación dentro de la pirámide so-
cial?
―Así engañan a las masas, reivindi-
cando derechos que únicamente son para la
boca de las elites. Sigue sin hacerse miel,
por muy mezclada y adulterada que ahora
la vendan, para la boca del asno.
Abundio sonrió.
―Por cierto ―se arrancó a continua-
ción―, ¿cómo se llama usted?
―Abundio ―dijo el interpelado.
―¡Cómo que Abundio! ―alzó los bra-
zos el que se creía genuino, frunciendo el
entrecejo―. ¡¿Me está usted tomando el
pelo?! ―profirió, airado.
―¿Por qué lo dice? ―se sorprendió su
homónimo.
―¡Cómo por qué…! Porque Abundio
soy yo.
Se tiraron tres cuartos de hora diri-
miendo quién era Abundio de los dos, hasta
que, echándose simultáneamente la mano
a la cartera, se mostraron mutuamente el
correspondiente DNI. Abundio. Abundio. Se
acabó la discusión. Acto seguido, aunque
sin renegar del nombre dichoso, ambos se
pusieron de acuerdo en que tal nombre
había sido la causa de que se mofaran de
ellos cada vez que se tenían que identificar
o que los identificaban, puesto que la ma-
yoría de la gente lo asociaba, contraria-
mente a su etimología, con la estupidez
propia del protagonista del chiste que había
vendido el coche para comprar gasolina. Los
dos esbozaron, al punto y a la par, una
mueca que recordaba difícilmente una son-
risa, y, a la par, se reprocharon que la cosa
no tenía ninguna gracia.
―Como no tienen ninguna gracia ―hil-
vanó el Abundio primigenio― los comporta-
mientos sociales hoy en día, a los
mayoritarios me refiero, más seguidistas que
nunca… ―Hizo un inciso―. Es lógico, el
mundo se ha convertido en una aldea global
como consecuencia de la inmediata difusión
de la información por todos los rincones del
planeta; información, no obstante, en abso-
luto objetiva, sino tamizada por el filtro de lo
políticamente correcto a fin de enmascarar la
realidad y hacer esclavo al pensamiento in-
dividual, que se manifiesta en muy raras oca-
siones por el temor nada infundado a un
castigo cierto.
―De ahí viene ―le tomó el relevo el
otro Abundio, que parecía más alto y fuerte;
quizá fuera mejor decir menos rechoncho y
escuálido― que hoy todo dios sea feminista,
animalista, ecologista… y que, cada vez más
gente esté haciendo una profesión del acti-
vismo en favor de esas grandes causas; una
profesión remunerada, todo sea dicho, a
cargo de las subvenciones otorgadas por los
Estados y los organismos internacionales
contra los cuales, muchas veces, esos acti-
vistas ejercen sus protestas. Paradójico, ¿no
le parece?
hombres con idénticas características en el
consejo de administración de una empresa.
―A algunos, para nuestra desgracia,
todo nos resulta paradójico ―convino el pre-
guntado―. Y, a mí por lo menos, además de
paradójico, me ha resultado desternillante
hasta hace poco, en que ha empezado a
darme asco… y miedo, por qué no recono-
cerlo. No sé a usted…
―Ídem de ídem.
―Asco hasta la náusea, por ejemplo,
cuando todos los ismos agrupados en el pro-
gresismo e impulsados por el feminismo se
han empeñado en cambiar el lenguaje para
visibilizar a las mujeres y a las hembras de
los animales, a las que se hace desaparecer
por imposición del hombre. Se diría que las
mujeres no han contribuido a la formación
del lenguaje, que han permanecido mudas,
tal vez fuera más acertado decir con un can-
dado en la lengua, hasta que el movimiento
feminista ha venido a sacarlas del brete y en-
señarlas a hablar. Y así, se ha empeñado en