―Se podría decir que hemos tenido una
colisión por alcance; mejor dicho, que hemos
evitado una colisión por alcance ―intentó
aclarar el otro―. No obstante, no voy a dis-
cutir más sobre el asunto. Los hechos son los
hechos.
―O sea, que, según usted, ha sido la
casualidad la que ha propiciado que usted me
esté tirando de la lengua. ¡Vamos, hombre!
―Que no, que yo no tengo interés al-
guno en saber nada de usted. Ha sido usted
el que, después del mutuo atropello, ha em-
pezado a contarme su vida sin que yo le pre-
guntara nada. Luego, ya sí, en primer lugar,
por mera cortesía, pero también porque, sor-
prendentemente, lo que me ha contado de su
vida se parecía mucho a lo que yo podría ha-
berle contado de la mía, he formulado algu-
nas preguntas…
―Si tanto se parece su vida a la mía,
¿por qué no, a partir de este momento, co-
mienza a contarme la suya desde donde lo
he dejado yo, a ver si continúa el parecido?
―No tengo ningún problema. Lo había
dejado usted, para que vea que tengo buena
memoria, en que, a pesar de sus taras,
jamás se le había ocurrido reivindicar, en ve-
lada referencia a lo que viene muñendo el
movimiento feminista desde hace ya un
tiempo, que lo discriminaran positivamente
en relación con quienes no las tenían que su-
frir. Le voy a decir más, y a partir de este mo-
mento ya estoy hablando por mí mismo,
usted nunca hubiese permitido que se ejer-
ciera tal discriminación sobre su persona. ―
Meneó la cabeza, negando―. Estoy en contra
de toda discriminación y, mucho más, si lo
que se pretende enmascarar con tal sustan-
tivo acompañado del adjetivo “positiva” es un
burdo trato de favor, no hace falta que diga
que tengo en mente el caso de las féminas,
dispensado, fundamentalmente, por parte
del poder político, el cual, cuando así obra,
estaría prevaricando, por mucho que se
apoye en leyes patentadas dolosamente
como constitucionales por él mismo. No se
puede premiar a nadie por ser mujer en de-
trimento de otra persona con los mismos mé-
ritos que no lo es. El cara o cruz de una
moneda al aire sería muchísimo más justo.
No se puede imponer la paridad en ninguna
institución, y menos en un consejo de admi-
nistración de una empresa privada, para que
las mujeres ocupen tantas plazas como los
hombres en los casos en que estos superen
a aquellas, máxime si no se contempla tal
imposición para cuando los números canten
a la inversa. ―Tosió sin ganas, quijí, quijí―.
De una vez por todas, nadie debe estar por
encima de nadie por razón de sexo, raza,
ideología, religión, etc., etc. Las injusticias,
todas, tienen que ser reparadas; pero el de-
sagravio nunca debe llevarse a cabo me-
diante el otorgamiento de ventajas y
prebendas porque se estaría incurriendo en
otra injusticia.
trario siguiendo una misma línea recta, em-
bebidos en sus respectivos pensamientos y,
cuando apenas los separaba un par de me-
tros, intentaron evitarse haciendo un regate,
con tan mala pata que al elegir uno la dere-
cha y otro la izquierda y viceversa en dos o
tres ocasiones, a la sazón terminaron poco
menos que abrazándose para que no choca-
ran sus cabezas.
Solo le faltó decir “he dicho”. El inme-
diato silencio fue aprovechado por Abundio
para meter baza.
―En realidad, lo que se pretende no es
igualar a la mujer con el hombre, sino que
aquella aventaje a este a toda costa. Para
conseguir la igualdad no se debería recurrir
al ventajismo por parte de las mujeres que
promueven tal derecho, integradas en el mo-
vimiento feminista, y, desde luego, tampoco
al paternalismo por el Gobierno de turno y la
Administración en general.
―¡Ojo! ―le quitó la palabra su interlo-
cutor―. De todos modos, esa pretendida
igualdad, téngase en cuenta el detalle, no se
reivindica para todas las mujeres; qué va;
solo para la flor y nata de su conjunto: aque-
llas a las que les pueda ser aplicable la dis-
criminación positiva en su competencia con
sujetos masculinos en caso de méritos igua-
les en la carrera administrativa, y aquellas
otras que por su preparación y posición social
puedan situarse a la par en relación con los