Abundio
―Pero yo nunca he reivindicado que se
me discriminara positivamente, y eso que
llevo toda mi vida padeciendo rechazo por mí
físico, sobre todo por parte de las mujeres;
últimamente, menos, porque ya no me mo-
lesto en intentar siquiera entablar algún tipo
de relación con ellas. Caso perdido. ―Hizo
una pausa―. Bueno, no solo por mi físico; o,
mejor dicho, además de por mi físico, que
este siempre influye, he sido segregado por
mi forma de ser, un tanto mía. No me gustan
los actos institucionales, los espectáculos de
ningún tipo (salvo los deportivos y los toros),
las reuniones sociales, las comilonas de tra-
bajo, las discotecas… así que, oiga, en cierta
forma me lo he buscado yo, nunca se me ha
tenido en cuenta a la hora de repartir pre-
mios ni prebendas. Y me alegro, ¡coño!, de
que haya sido así, porque tampoco he tenido
que pagar peaje alguno a cambio.
―¿Y ese carácter tan suyo al que hace
referencia le vino con los genes o ha sido una
consecuencia lógica de que a usted nadie le
haya mirado con buenos ojos?
Abundio no se sentía a gusto en este
planeta. Bien es verdad que las circunstan-
cias no lo habían acompañado, no precisa-
mente, o no tanto, porque hubiera nacido en
el seno de una familia humilde (lo cual, hay
que reconocerlo, no constituye una circuns-
tancia excesivamente favorable), sino porque
lo alumbraron prematuramente, sietemesino
para más señas, y creció poco y de mala ma-
nera. Ni las sopas de ajo ni el dedal de quina
santa Catalina con que se había desayunado
diariamente hasta bien entrada la pubertad
habían conseguido que se desarrollara por
encima de los 162 centímetros de estatura y
los 40 kilos de peso. Tampoco que presentara
una figura apolínea ni un rostro angelical.
Todo lo contrario, tiraba a cheposo y en su
cara, desde muy jovencito, se había empe-
zado a insinuar ese visaje tan característico
de las personas alcohólicas.
―Habrá habido de todo ―respondió
Abundio, que, se revolvió de inmediato―.
Pero, oiga, ¿usted quién es? ¿Con quién
tengo la desgracia de estar hablando?
―¡Hombreee… desgracia! ―se dolió su
interlocutor.
―Me curo en salud. Las veces que en
situaciones parecidas he dicho suerte, me he
arrepentido al poco tiempo. ―Carraspeó―.
Pero a lo que iba… ¿Quién es usted? ¿Cómo
se ha atrevido a abordarme, con la mala
pinta que tengo?
―Espero que no se ofenda, pero exac-
tamente esas mismas preguntas se las po-
dría hacer yo a usted.
―¡Tócate los huevos, anda! ―exclamó
Abundio, poniendo los ojos como platos―.
Pero ¿yo lo he abordado a usted? ―preguntó
retóricamente, escenificando el comienzo de
una falsa carcajada.
En puridad, ninguno de los dos había
abordado al otro. Caminaban en sentido con-