culdbura nº 14 Culdbura nº 14 | Page 60

—¿Cebándoles como a cerdos de granja? —seguía yo con mi acalorado interro- gatorio. —Claro —me respondió con cara de avutarda—, porque la mejor manera de aca- bar con todo aquel exacerbado culto al cuerpo al que se había entregado la socie- dad, no sólo en cuanto a la cirugía genital sino, también, por lo que respecta a la mus- culación desproporcionada que traía de ca- beza al conjunto de la población de aquel momento, era la de abotargar todos aquellos cuerpos esculturales (y superdotados en lo referente a sus atributos genéricos) para de- jarlos en una uniformidad mórbida que ale- jara todo lo que hasta entonces había representado el modelo erótico cultural. En ese instante, mi curioso personaje novelesco se terminó el carajillo de Terry y retiró su silla como para darme a entender que aquella conversación estaba ya finali- zada, y que tenía intención de largarse para cumplir con sus obligaciones laborales como guía turístico. —¿No pretenderás marcharte ahora?, pero si todavía no hemos llegado al momento en el que ser forma el planeta de turistas — le recriminé, para que se volviera a sentar como Dios manda y retomara el relato de ese mundo distópico a novecientos sesenta y cinco años de distancia temporal de nuestro presente. —Es que me preocupa que las merce- darias de la caridad estén ya en la caseta de información turística esperando mi llegada, y ya sabes que considero la impuntualidad como el noveno pecado capital de la huma- nidad. —Querrás decir el octavo —le contesté para corregir su aparente ofuscación numé- rica. —¡No, hombre!, es que san Juan Ca- siano había añadido la tristeza a los otro siete solo que, luego, Greorio Magno, también santo claro está, dijo que la tristeza era una forma de pereza y lo dejó todo en siete, pero yo prefiero ocho porque uno puede ser pere- zoso y ser el hombre más risueño del mundo. Una vez aclarado eso de los pecados capitales, le dije que yo, como autor de la no- vela en la que él era protagonista, había ya dispuesto que las monjitas llegaran en el mo- mento oportuno y no antes, de manera que no tendrían que esperarle en la calle bajo ni medio minuto. Eso parece que le tranquilizó algo, ya que volvió a incorporarse a la mesa de manera que su lenguaje no verbal daba a entender que quería retomar la conversa- ción. —Dime, entonces cómo se llegó a crear eso del planeta de turistas —tuve que acu- ciarle para que no se fuera de nuevo por los cerros de Úbeda. —Bueno, pues resulta que después de dictar el Gobierno Planetario una orden por la que se procedía a la esterilización y en- gorde de toda la población humana, aquello comenzó a convertirse en un puro llanto. Se pasó del griterío coital, al perpetuo lamento en el que permanecía el conjunto de la me- lancólica población. Tanto fue el abatimiento general, que aumentó de forma exponencial el número de suicidios. —Bueno, no sólo eso. Esterilizando y engordando al personal. —Pero si los individuos estaban esteri- lizados y todo el mundo comenzaba a suici- darse, entonces se mermaría la población de forma alarmante —le comenté tan emocio- nado, que yo también hablaba en pasado, como si RamonA y yo estuviéramos conver- sando con posterioridad a la fecha en la que se desarrolla el libro de Pirismann, es decir, el 2984. —Es que no te he dicho que en ese siglo los avances en ingeniería genética eran tales, que la esperanza de vida había aumentado hasta los 150 años de edad y la gente que quería tener descendencia (siempre por en- cargo administrativo) tenía que apuntarse a una larguísima lista de espera, para lo cual el requisito indispensable que se exigía era el de tener cumplidos los ochenta años.