—¿Cebándoles como a cerdos de
granja? —seguía yo con mi acalorado interro-
gatorio.
—Claro —me respondió con cara de
avutarda—, porque la mejor manera de aca-
bar con todo aquel exacerbado culto al
cuerpo al que se había entregado la socie-
dad, no sólo en cuanto a la cirugía genital
sino, también, por lo que respecta a la mus-
culación desproporcionada que traía de ca-
beza al conjunto de la población de aquel
momento, era la de abotargar todos aquellos
cuerpos esculturales (y superdotados en lo
referente a sus atributos genéricos) para de-
jarlos en una uniformidad mórbida que ale-
jara todo lo que hasta entonces había
representado el modelo erótico cultural.
En ese instante, mi curioso personaje
novelesco se terminó el carajillo de Terry y
retiró su silla como para darme a entender
que aquella conversación estaba ya finali-
zada, y que tenía intención de largarse para
cumplir con sus obligaciones laborales como
guía turístico.
—¿No pretenderás marcharte ahora?,
pero si todavía no hemos llegado al momento
en el que ser forma el planeta de turistas —
le recriminé, para que se volviera a sentar
como Dios manda y retomara el relato de ese
mundo distópico a novecientos sesenta y
cinco años de distancia temporal de nuestro
presente.
—Es que me preocupa que las merce-
darias de la caridad estén ya en la caseta de
información turística esperando mi llegada, y
ya sabes que considero la impuntualidad
como el noveno pecado capital de la huma-
nidad.
—Querrás decir el octavo —le contesté
para corregir su aparente ofuscación numé-
rica.
—¡No, hombre!, es que san Juan Ca-
siano había añadido la tristeza a los otro siete
solo que, luego, Greorio Magno, también
santo claro está, dijo que la tristeza era una
forma de pereza y lo dejó todo en siete, pero
yo prefiero ocho porque uno puede ser pere-
zoso y ser el hombre más risueño del mundo.
Una vez aclarado eso de los pecados
capitales, le dije que yo, como autor de la no-
vela en la que él era protagonista, había ya
dispuesto que las monjitas llegaran en el mo-
mento oportuno y no antes, de manera que
no tendrían que esperarle en la calle bajo ni
medio minuto. Eso parece que le tranquilizó
algo, ya que volvió a incorporarse a la mesa
de manera que su lenguaje no verbal daba a
entender que quería retomar la conversa-
ción.
—Dime, entonces cómo se llegó a crear
eso del planeta de turistas —tuve que acu-
ciarle para que no se fuera de nuevo por los
cerros de Úbeda.
—Bueno, pues resulta que después de
dictar el Gobierno Planetario una orden por
la que se procedía a la esterilización y en-
gorde de toda la población humana, aquello
comenzó a convertirse en un puro llanto. Se
pasó del griterío coital, al perpetuo lamento
en el que permanecía el conjunto de la me-
lancólica población. Tanto fue el abatimiento
general, que aumentó de forma exponencial
el número de suicidios.
—Bueno, no sólo eso. Esterilizando y
engordando al personal.
—Pero si los individuos estaban esteri-
lizados y todo el mundo comenzaba a suici-
darse, entonces se mermaría la población de
forma alarmante —le comenté tan emocio-
nado, que yo también hablaba en pasado,
como si RamonA y yo estuviéramos conver-
sando con posterioridad a la fecha en la que
se desarrolla el libro de Pirismann, es decir,
el 2984.
—Es que no te he dicho que en ese siglo
los avances en ingeniería genética eran tales,
que la esperanza de vida había aumentado
hasta los 150 años de edad y la gente que
quería tener descendencia (siempre por en-
cargo administrativo) tenía que apuntarse a
una larguísima lista de espera, para lo cual el
requisito indispensable que se exigía era el
de tener cumplidos los ochenta años.