I
La iglesia es antigua,
tan vieja, ¡ay!, tan vieja
que se cae a pedazos,
santo a santo, piedra a piedra.
Por los destruidos muros,
por los capiteles
con figuras de diablesas
y de abades cornudos
penetran los pájaros negros
desgranando en el vuelo beatos graznidos.
Acabo el rezo,
sin mirarme ―¡ay, Amor!―
se desvanece
y grito con voz ronca
para saberme vivo.
II
Detrás del oxidado mármol
y de la música del viento
queda el recuerdo.
Aplico
el alma a las raíces y escucho
la religión del hombre,
seguido de su sombra, no de su voz.
Se apagaron los ecos
de tanta andadura sin destino
y me resigno
a no ser ni palabra ni música.
Que así es el hombre perecedero
sobre el pasto celeste:
animal perdido
en la sombría arboleda
de la esperanza.
Escarbo con tristeza
en la ceniza última que me cubre
como un mar apagado.
Y me dejo morir.
Cuando al fin decido
seguir los pasos de la Amada,
perdida en sus laberintos,
suelta la campana
su lengua de bronce y tiempo,
y me postro ante tanta belleza.