García Lorca tiene su poema colocado en un lugar preferente entre el camino y el
lago. Pero, como era de esperar, siempre hay algún gamberrete zangolotino que viene a
estropear el mejor de los propósitos. Aunque apenas puede leerse, eso tiene fácil arreglo:
¡Árboles!
¿Habéis sido flechas
caídas del azul?
¿Qué terribles guerreros os lanzaron?
¿Han sido las estrellas?
Vuestras músicas vienen del alma
[de los pájaros,
de los ojos de Dios,
de la pasión perfecta.
¡Arboles!
¿Conocerán vuestras raíces toscas
mi corazón en tierra?
Como en el poema de Juan Ramón Ji-
ménez, encontramos los tres mismos ele-
mentos: la verticalidad, el cielo y las raíces.
No puede ser casual.
Los árboles saben cómo estar en el
mundo, nosotros no. También lo sabe la
piedra y el monte, hasta el arroyo en su
movimiento conoce su inevitable alejarse.
Nosotros los humanos no lo entendemos.
Los animales también comprenden mejor la
vida, saben su inmensidad, su inmediatez;
así que no hacen jardines que acabarán
siendo ruinas. El animal ―vida que no pre-
gunta― no se enreda en laberintos, jardi-
nes o poesías. Como para confirmarlo,
vemos a lo lejos un corzo que se pasea por
el desierto jardín sin hacer caso de nues-
tros discursos y prédicas.
Solo nos queda una última interven-
ción, la firma Unamuno (1864-1936):
árboles con libros.
Hubo árboles antes que hubiera li-
bros, y acaso cuando acaben los libros con-
tinúen los árboles. Y tal vez llegue la
humanidad a un grado de cultura tal que
no necesite ya de libros, pero siempre ne-
cesitará de árboles, y entonces abonará los