culdbura nº 14 Culdbura nº 14 | Page 118

Desde un principio el buen hombre se ofreció a cambiarme el contenido del baúl por metro y medio de libros forrados en piel que deslumbrarían a las visitas con su rica apariencia y me permitirían codearme de igual a igual con la flor y nata de mis convecinos. Un somero vistazo a los lomos bastó para que cerrásemos el trato, y comenzamos a trasladar los trastos del baúl a las banastas de fruta donde él transportaba los pertrechos de su arte. Apenas retiró un quinqué ahumado, asomaron las primeras tablas carcomidas del fondo, y el hombre se interesó amablemente por el destino que pensaba dar al viejo baúl. ―Se lo regalo ―le dije. Y me miró desde abajo para enseñarme la dentadura indulgente que aflora siempre que nos damos de bruces con un ingenuo. Se incorporó conciliador, dispuesto a una explicación. Y mientras se sacudía el polvo del traje me preguntó que a él le vendría de perlas un cajón de dimensiones tan colosales, donde podría guardar el atrezzo que daría vida a multitud de personajes, pero dejó bien sentado que no podía aceptarlo porque al trasladarlo causaríamos daños irreparables al pro- pio mueble y a la vivienda en su conjunto. Y era verdad. El baúl es con creces más grande que cualquier ventana y cualquier puerta, de modo que para su transporte sólo queda el recurso del desmantelamiento, y esta solución, en el estado lamentable que presenta la madera, resultaría irreversible. ―Si en algo lo aprecia ―me dijo el hombre cargado de razón y buena voluntad―, mejor será no moverlo de aquí. Y le revelé agradecido mis planes, mis imprevistos temores. Le informé de la inminente inauguración del chalet y de la necesidad acuciante de vender cuanto antes la vieja vivienda. ―Ahora ―le confesé―, todos los posibles compradores de la casa tropezarán contra este armatoste antes de rebajar la oferta y tendré que quedarme con ella o malvenderla. Derrocharé adjetivos y saliva en ponderar sus aplicaciones, haciéndoles ver el valor de las esquinas labradas y del latón repujado y roñoso; pero de nada me servirá, porque se cebarán en él, y todos serán defectos y trastornos, contundentes disculpas para robarme en el pre- cio. Y allí mismo, en mi casa y en presencia de un extraño, maldije al antepasado remoto que dilapidó habilidades y ratos preciosos en construirlo, sin tomar medidas a las conse- cuencias, a esta estúpida forma en que me complica la vida. -Siendo así, desguácelo de cuatro hachazos y encienda una hoguera en él ―me acon- sejó el comediante al despedirse, dejándome el escaso consuelo de metro y medio de libros costosos que nunca leeré. Desde ese día hasta hoy mi vida se ha estancado en una obsesión: deshacerme del baúl y de la casa donde han transcurrido mis años. Me paso las noches cavilando, a la espera de una idea brillante que desembreñe mi ánimo. Con pasiva curiosidad rondo a media mañana por las inmediaciones del chalet, como los jubilados que fisgan las obras ajenas. Dudo constantemente en mis gustos, a cada opi- nión que me pide el maestro albañil, y acabo por dejar en sus manos la totalidad de los de- talles menudo