Desde un principio el buen hombre se ofreció a cambiarme el contenido del baúl por
metro y medio de libros forrados en piel que deslumbrarían a las visitas con su rica apariencia
y me permitirían codearme de igual a igual con la flor y nata de mis convecinos. Un somero
vistazo a los lomos bastó para que cerrásemos el trato, y comenzamos a trasladar los trastos
del baúl a las banastas de fruta donde él transportaba los pertrechos de su arte.
Apenas retiró un quinqué ahumado, asomaron las primeras tablas carcomidas del
fondo, y el hombre se interesó amablemente por el destino que pensaba dar al viejo baúl.
―Se lo regalo ―le dije. Y me miró desde abajo para enseñarme la dentadura indulgente
que aflora siempre que nos damos de bruces con un ingenuo.
Se incorporó conciliador, dispuesto a una explicación. Y mientras se sacudía el polvo
del traje me preguntó que a él le vendría de perlas un cajón de dimensiones tan colosales,
donde podría guardar el atrezzo que daría vida a multitud de personajes, pero dejó bien
sentado que no podía aceptarlo porque al trasladarlo causaríamos daños irreparables al pro-
pio mueble y a la vivienda en su conjunto. Y era verdad.
El baúl es con creces más grande que cualquier ventana y cualquier puerta, de modo
que para su transporte sólo queda el recurso del desmantelamiento, y esta solución, en el
estado lamentable que presenta la madera, resultaría irreversible.
―Si en algo lo aprecia ―me dijo el hombre cargado de razón y buena voluntad―, mejor
será no moverlo de aquí.
Y le revelé agradecido mis planes, mis imprevistos temores. Le informé de la inminente
inauguración del chalet y de la necesidad acuciante de vender cuanto antes la vieja vivienda.
―Ahora ―le confesé―, todos los posibles compradores de la casa tropezarán contra
este armatoste antes de rebajar la oferta y tendré que quedarme con ella o malvenderla.
Derrocharé adjetivos y saliva en ponderar sus aplicaciones, haciéndoles ver el valor de las
esquinas labradas y del latón repujado y roñoso; pero de nada me servirá, porque se cebarán
en él, y todos serán defectos y trastornos, contundentes disculpas para robarme en el pre-
cio.
Y allí mismo, en mi casa y en presencia de un extraño, maldije al antepasado remoto
que dilapidó habilidades y ratos preciosos en construirlo, sin tomar medidas a las conse-
cuencias, a esta estúpida forma en que me complica la vida.
-Siendo así, desguácelo de cuatro hachazos y encienda una hoguera en él ―me acon-
sejó el comediante al despedirse, dejándome el escaso consuelo de metro y medio de libros
costosos que nunca leeré.
Desde ese día hasta hoy mi vida se ha estancado en una obsesión: deshacerme del
baúl y de la casa donde han transcurrido mis años.
Me paso las noches cavilando, a la espera de una idea brillante que desembreñe mi
ánimo. Con pasiva curiosidad rondo a media mañana por las inmediaciones del chalet, como
los jubilados que fisgan las obras ajenas. Dudo constantemente en mis gustos, a cada opi-
nión que me pide el maestro albañil, y acabo por dejar en sus manos la totalidad de los de-
talles menudo