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orín y polvo que impedía su identificación en muchos casos, y en todos, encontrarles una finalidad acorde con el mobiliario moderno y el nuevo estilo de vida que seguiría a la mu- danza. Sin embargo, me apenaba desprenderme de ellos. Por un lado, siempre he encon- trado en la ineficacia la dignidad de los hombres y de los objetos; y por otro, los veía tan indefensos que tirarlos sin más ni más me creaba los mismos problemas de conciencia que pegar a un tonto, engañar a un niño, ultrajar a un ausente, o a la memoria de un muerto, así que, mientras ideaba algún destino digno para ellos, los reuní en el viejo baúl del pa- sillo, herencia de la familia. Una tarde lluviosa, en que los albañiles que construyen mi chalet se vieron forzados a dejar antes el tajo, se me ocurrió publicar un anuncio. En secreto acariciaba la posibilidad de que alguien encontrara algo de interés entre aquella cacharrería desvencijada y mu- grienta que había acumulado con los años. El texto exacto del anuncio decía: Cambiaría viejo armatroste a rebosar de antiguallas por cualquier herramienta ade- cuada para los tiempos que corren. El primer interesado fue un viajero carroñero, de esos que vienen siguiendo el rastro a las gangas. Después de husmear en las entrañas del baúl y sacarle las tripas a cada ar- tefacto concluyó que por hacerme un favor se lo llevaría todo a precio de chatarra. No me avergüenzo al confesar que, durante la minuciosa inspección del impostor co- dicié los confusos beneficios que me reportaría en el futuro el ordenador personal que le pediría a cambio; pero ante su oferta insolente no supe refrenar mis impulsos, le di las gracias con cajas destempladas y le mostré la puerta de la calle a empujones, con maneras totalmente indecorosas. Estuve, según creo, en mi puesto: por poco valor que tengan los restos de mi pasado, cuando menos se merecen un respeto, por favor, oiga. Entretanto avanzaba la obra, y el seguimiento constante del menor detalle en la edi- ficación de mi casa definitiva requería toda mi atención y todo mi tiempo. Quizás este primer traspiés fomentó el olvido en que mantuve durante semanas al anuncio, al baúl y su contenido, y al hecho evidente de que la venta de la casa vieja era un paso previo e inexcusable si quería hacer frente a los primeros pagos del chalet. Es cierto que llegaron algunos compradores posibles preguntando por mí, atraídos por el reclamo del anuncio y por habladurías sin fundamento que versaban sobre no sé qué tipo de tesoros que escondía el baúl; pero a todos despaché con urgencia, apremiado ante la proximidad del invierno y el serio retraso que sufría la obra, paralizada a causa de las últimas lluvias. El comediante se acercó a pie de obra en los últimos días de noviembre, cuando yo estaba extasiado constatando los visos de realidad que cobraba mi sueño de toda la vida a la luz de aquel dorado crepúsculo. Me maravillaba del parecido preciso de la fachada principal y el jardín con los planos, cuando me dijo muy cerca que venía por lo del anun- cio. Le recibí afable, dispuesto a regalarle todo, incluso el baúl, a poco interés que mos- trara, al mínimo regateo.