El notario ya había llegado e iniciado la lectura. Miré fijamente los rostros de aquellos
dos usurpadores. Con los papeles delante, lentamente, sangrando en cada movimiento, fui
trazando las líneas de mi firma. Ya estaba. Ya lo había hecho. El notario cogió el contrato y
se lo pasó a ellos, que hicieron un ligero movimiento en sus sillas. El hombre levanto los
hombros y sacó las manos de debajo de la mesa, donde las había tenido apoyadas en las
rodillas.
Sin embargo, ¡las dos manos que observara al principio seguían juntas, sin moverse,
una sobre otra, aún sobre la mesa…! ¡Las dos manos eran de ella! ¡Esa mano deforme,
grande, desarrollada, que parecía sujeta al sufrimiento del trabajo duro, esa mano llena de
callosidades era de ella! ¡Dios mío! ¡Eran las manos de una mujer!
Por encima de mi propio drama, recordaré esa imagen. No podré olvidar jamás aquellas
manos…
Montserrat Díaz Miguel